Fernando Savater-El País
La niña Laurence creció poco mimada pero con sobredosis ideológica: se frotó tanto con la revolución que pronto le dijo «no, gracias»
Me dicen que los jóvenes ya no conocen a Ava Gardner y acaban de enterarse de quién fue Franco gracias a la agitación publicitaria de sus desenterradores. De modo que Herbert Marcuse o Rudi Dutschke seguramente pertenecen al secreto del sumario. Y no digamos Régis Debray, cuya peripecia latinoamericana algunos veinteañeros seguimos con preocupada atención en los años sesenta del siglo XX. Intelectual francés de buena familia, es decir, doblemente intelectual, Debray fue a Cuba para graduarse como revolucionario y luego con el Che Guevara (a éste quizá le recuerden más) a la guerrilla boliviana. Allí acabó preso durante cuatro años, a punto de ser ejecutado, sospechoso para algunos de haber traicionado al Che y ayudado a su eliminación. Liberado gracias a De Gaulle y a su familia, regresó a Francia, escribió mucho y se convirtió en asesor del presidente Mitterrand. Yo coincidí con él hace años en Madrid, en un acto sobre el Che, del que dije que era otro Rambo, el de la izquierda, y los entusiastas me quisieron pegar a la salida, para refrendar mi opinión…
Debray tuvo una hija con Elisabeth Burgos, antropóloga venezolana con quien compartía el antiimperialismo. La niña Laurence creció poco mimada, pero con sobredosis ideológica: se frotó tanto con la revolución que pronto le dijo “no, gracias”. En su autobiografía, Hija de revolucionarios (Anagrama), hace un retrato familiar sin ensañamiento ni contemplaciones. Después de haber conocido desde la infancia a Fidel Castro y demás popes de la izquierda, Chávez incluido, encontró sus héroes políticos en España: el rey Juan Carlos (de quien es biógrafa) y Alfonso Guerra. Es una chica escarmentada y sensata, deseosa de una normalidad burguesa sin los aditamentos épicos de quienes llaman cambio mas al trastorno que a la mejoría. Una digna heredera.