Bernard-Henri Lévy-El Español

Siempre me han gustado los héroes.

Me gustaban en el instituto, cuando nos enseñaban las virtudes de la grandeza romana junto con los rudimentos del latín mediante aquel libro del abate LhomondDe viris.

Luego, de adolescente, cuando me repetía la primera línea del Don Juan de Byron, que escribió como reacción a la «traición» de Wordsworth y Coleridge: «Busco un héroe».

Luego, cuando llegué a la filosofía, como si estuviera en juego una cuestión tan vital como la de la sustancia del tiempo, la materialidad del espacio o la distinción entre alma y cuerpo, tomé partido personalmente en aquella trifulca hegeliana entre el «gran hombre» y su «ayuda de cámara».

Luego, también en mi época marxista, cuando me recitaba a escondidas, violando todos los sacrosantos principios del materialismo dialéctico el himno a los valientes de las Tres Gloriosas, en el que Victor Hugo entonaba que «entre los nombres más bellos, el suyo es el más hermoso».

Y es ese amor por los héroes lo que me impulsa cuando, a los 20 años, me pongo al servicio de un presidente bengalí que se dispone a construir su nación sobre las cenizas del primer genocidio posterior a la Shoah. Luego, a los 40, al del presidente bosnio Izetbegović, que elige morir de pie en lugar de vivir arrodillado. Más tarde, de los kurdos y, en particular, de los peshmergas, a quienes les he dedicado dos películas.

En todos los casos, sigue siendo ese asombro ante esos momentos en los que un ser humano se hace más grande que sí mismo. Es eso también lo que me infunde ánimos desde hace un año mientras voy y vengo por Ucrania, donde, para saludar, no se dice «hola», ni se pregunta «cómo estás», ni se dice «que tengas un buen día», sino «gloria a los héroes».

Y eso sin olvidarme de Afganistán, de su pueblo de jinetes y, por supuesto, del comandante Masud.

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Pero ahí sólo estoy citando a los Grandes.

Pero la verdad es que, más allá de estos grandes Grandes en mayúscula, más que estos hombres de inmenso renombre que tuvieron, como decía Malraux, el deseo y la ocasión de «dejar una cicatriz en la tierra», me he ocupado de héroes más modestos, menos conocidos. Hombres sin mucho nombre, sin fama, sin reputación, a los que Michel Foucault llamaba, justo por eso mismo, hombres infames. Para él, una de las más altas tareas del pensamiento era hacerles un lugar en la historia universal y en su archivo.

El joven luchador antifranquista de San Sebastián al que Robert Capa inmortalizó saliendo de su trinchera y cuyo nombre estuvimos mucho tiempo sin saber sigue siendo una de las imágenes más icónicas de la Guerra Civil española, a pesar de las oscuras polémicas sobre las condiciones en las que se inmortalizó aquel momento.

Oleksander Matsievski, el soldado del cigarrillo de la batalla de Bajmut que mira a sus verdugos fijamente a los ojos mientras se preparan para fusilarlo: el reverso del combatiente español, pues este cae en la trinchera mientras el otro hombre salía de ella. Pero ¿no ha sido también un símbolo del coraje ucraniano incluso antes de ser identificado?

¡Y a eso hay que sumarles todos esos muertos anónimos a los que la República de Valmy, mi país, ha empezado (de nuevo, la única en Europa) a ofrecer estelas y columnas: ¡qué hermosura esa obra de memoria! ¡Qué secreta grandeza la de estos Valientes cuyos herederos, después de las guerras mundiales, rondaban todos los pueblos de Francia y que, cuando yo era niño, me recordaban a esos Lázaros guerreros que Barrès creyó ver en Esparta sentados ante su tumba para llamar mejor a los vivos!

Ya no leo a Barrès.

Pero con este espíritu es con el que vivo mis reportajes y escribo los guiones de las películas que ruedo desde hace 50 años.

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Hoy estoy de luto por uno de estos héroes.

Se llamaba Muslim Hayat.

Su nombre no significará nada para los lectores de esta columna, pero en Afganistán todo el mundo lo llamaba «comandante Muslim» y la noticia de su muerte, el pasado domingo, corrió como la pólvora por todo el mundo entre sus compañeros de armas.

Lo conocí en los años 80 en la llanura de Chamali, cuando era el joven guardaespaldas del legendario Masud.

Luego, en 1998, en el Panjshir, como jefe de la guardia republicana de Masur (ahí lo vemos en la fotografía conservada en el Instituto Nacional del Audiovisual francés, donde propongo al León del Panjshir, extrañamente alicaído, una reunión con el presidente Chirac).

Luego, en 2002, en Kabul: Masud ha muerto. Chirac me pide que reflexione sobre la «contribución» de Francia a la «reconstrucción» del país de los jinetes. Muslim, aquel gruñón, lloraba aquel día como un niño al pensar que no estuvo allí el día en que llegaron los asesinos de su líder.

Lo vuelvo a ver 20 años más tarde, en vísperas del regreso de los talibanes, en mi último viaje a Afganistán. Ha envejecido. Ha engordado un poco. Pero sigue sin tener rival a la hora de apuntar con un guijarro a cien metros o al trepar por un camino sinuoso entre rocas y barranco. Puede, como un viejo indio, oler en un desierto de piedras la posibilidad de una falsa barricada de Al Qaeda o del Dáesh. Y es él quien me conduce al nido del águila, ya rodeado de asesinos, donde Ahmad Masud, el joven León del Panjshir, me espera para tomar el relevo de su padre.

Vela por mi seguridad y la de mi equipo. El embajador Martinon, que sabe de lo que habla, dice que es nuestro ángel de la guarda. Le debo mucho, muchísimo. Hola, Hayat, hoy escribo tu nombre.