Miquel Giménez-Vozpópuli
 En caso de que alguien quisiera seriamente acometer las necesarias reformas que se precisan en Cataluña, se encontraría con numerosos obstáculos. El primero, la teología

Si aceptamos la tesis de Jacques Monod en su imprescindible El azar y la necesidad, la interpretación marxista de la historia quedó obsoleta hace mucho tiempo. Desde la biología, el premio Nobel nos presenta una verdad terrible: el ser humano se encuentra solo en un universo que desconoce, sabedor de que está allí por casualidad. No existe nada predeterminado, nada escrito, nada irrevocable, nada que no pueda ser modificado. Quizás, añadimos, porque nada de lo que atañe a los humanos, simios venidos a más, ni es importante ni decisivo en el devenir del cosmos, de ahí lo irrisorio de nuestros actos-

En Cataluña existe, sin embargo, un sentimiento metafísico de la política que pretende dar sentido global y absoluto a la vida, a la sociedad, a los individuos. Como toda weltanschaüng, es una idea totalizadora y no admite réplica. Los separatistas creen tener una misión histórica, profética, rayana en la de los caballeros cruzados que partieron para reconquistar Tierra Santa. Ese sentido de la historia, bastante ortopédico en tanto que acientífico, los lleva a considerar el menor de sus gestos, el más baladí de sus actos como imprescindible, necesario, único, con una sombra que se proyectará por los siglos de los siglos. Hay que comprender esto para abordar lo que supondría encarar el reto del separatismo con ánimo de victoria desde una perspectiva política, pero también intelectual, sociológica, incluso filosófica. No basta con la lógica de los que bebemos en la ilustración francesa. Lo primero que han de comprender quienes pretendan higienizar la vida pública catalana es que se enfrentan con un misticismo, con un auténtico corpus teológico que tiene sus santos, sus mártires, sus dogmas, sus liturgias. Hay un relato sólidamente anclado en la sociedad catalana, incluso entre aquellos que no se sienten separatistas, que defiende esas mismas posiciones, aunque no lo hagan conscientemente. El Barça, por ejemplo, o la inmersión lingüística, serían dos buenos ejemplos de cómo esa Cataluña arquetípica – y, por tanto, inexistente – que dibujó el pujolismo está en el subconsciente de la masa. Al igual que hay gente que se casa, bautiza a sus hijos o los hace celebrar la primera comunión sin ser creyentes, o, al menos, creyentes de manera ortodoxa, en mi tierra hay personas que creen no ser separatistas, pero que cumplen con los rituales preceptivos sin saber que con eso participan y consolidan el mito. Cuando cualquier religión adquiere la condición de hábito social, ha triunfado.

Nadie desde la racionalidad, me refiero a los partidos no separatistas, ha abordado jamás el problema que nos ocupa desde esa perspectiva

 
 
Nadie desde la racionalidad, me refiero a los partidos no separatistas, ha abordado jamás el problema que nos ocupa desde esa perspectiva. Tampoco lo han hecho demasiados intelectuales o analistas, limitándose especular sobre temas como la corrupción, la defensa del español o la oposición al nacionalismo. Pocos han abordado – mi admirado Paco Caja es uno de ellos – lo que representa haber vivido durante décadas y décadas recibiendo constantes mensajes de supremacismo político y cultural, y aquí debemos remontarnos hasta finales del siglo XIX; un bombardeo sistemático por parte de una élite burguesa con intereses económicos muy concretos, que los ha hecho llegar desde escuelas, círculos políticos, económicos, mediáticos. A falta de hechos reales, el mensaje ha sido el sentimiento, la apelación al corazón, el uso de símbolos y emblemas para exaltar una idea de diferenciación, de lo outré.

A la bandera estelada no basta oponerle la rojigualda, la Constitución o las ideas que emanan del siglo XIX

A la bandera estelada no basta oponerle la rojigualda, la Constitución o las ideas que emanan del siglo XIX. No aceptan el concepto de progreso, sino el del regreso a un pasado que jamás existió, creado por los arquitectos de la propaganda. Es esa Arcadia irreal en la que los catalanes eran dueños y señores del Mediterráneo, con el primer parlamento democrático del mundo y reino propio, ese paraíso rico, ubérrimo, cargado de personajes históricos que han sido hurtados por la malevolencia de una Castilla envidiosa como Cervantes, Colon, Teresa de Ávila, el Cid e incluso Leonardo, Es, en suma, la crónica de aquello que jamás existió fuera de las mentes delirantes de sus creadores, sí, pero de fácil asimilación por la gente, que cree a pies juntillas que la pérfida España, que solo conoce de rapiñas y genocidios, es culpable de todo lo malo. Es un pensamiento, nos atrevemos a decir, mágico, como el que definieron Pawels y Bergier en El retorno de los brujos. En ese terreno es imposible llegar a nada mediante el diálogo, porque sería como intentar razonar con un marciano. Viven en otro mundo y no entienden ni les interesa nada del nuestro. Ese es el auténtico nudo gordiano que bebe a partes iguales de la noción de la anti España que goza de predicamento no solo aquí, sino también allende de nuestras fronteras, y del sentimiento de desclasamiento social cada vez más extendido entre las clases medias.

Oponer a todo este edificio pacientemente construido por las élites catalanas, que han sabido ocultar sus intereses puramente económicos tras el mito supremacista, requiere un relato tan fuerte como el existente que, sin caer en banalidades, empiece por hacer ver a la población que, fuera de la igualdad territorial no existe democracia posible y que cuanto más nos alejamos del concepto de ciudadanía más nos acercamos al de siervos.

Un relato que está por escribir, pero el único método para higienizar democráticamente un debate emponzoñado desde hace demasiado tiempo por falsas luminarias y trucos con espejos.