José Lugo-La Razón
uchas veces ser comunista te puede salvar la vida, aunque te encuentres lejos del frente y vivas en la comodidad de un despacho oficial. Es muy fácil, sólo tienes que apelar a los viejos tópicos del fascismo, a la heroicidad de la revolución popular y culpabilizar a la tiranía de los poderosos del mal que sufren los otros (ese lugar común donde todo cabe). Luego, una vez soltada la perorata habitual, se hace la digestión divinamente, con la conciencia bien tranquila, y a pasar el finde semana. Al presidente de Ucrania lo tachan de nazi los mismos que blanquean los crímenes de Putin, pero también los que se colocan junto a Le Pen y Órban para defender el ultranacionalismo que socava Europa desde hace más de un siglo.
Se dan la mano, ambos lados del arco parlamentario español, con la misma violencia que cayeron las bombas sobre Guernica y Cabra en nuestra Guerra Civil, la idéntica maldad que rellenó las fosas de Auschwitz y espoleó al Ejército Rojo en Königsberg en 1945. Cuando se trata de asesinar, los seres humanos sabemos buscar explicaciones someras y convincentes, podemos justificar la muerte, crear manuales, incluso engañarnos para dormir como angelitos culpando a lo demás de nuestras fechorías, pero apretamos el gatillo con la misma sangre fría, que es lo que cuenta. La ruptura del consenso ante la invasión rusa de Ucrania coloca sobre la mesa un modelo de sociedad atascado, ni ante la masacre indiscriminada de civiles de Bucha logramos ponernos en el mismo lado para repudiar la violencia sin caer en repugnantes estrategias de partido. Lamentable.
Europa vivió el éxito de sus últimos 80 años de paz gracias a la renuncia de los nacionalismos y al ocaso del comunismo, dos males que mezclados en la amarga amalgama de las redes sociales germinó en los nuevos populismos de izquierda y derecha, que han roto, o tratan de hacerlo, el tablero de las democracias liberales. Unidas Podemos y Vox se dan la mano al imponer el debate «ideológico» a la urgencia de frenar, cómo sea, la guerra.