Aquí los políticos tienen ganas de hacer historia y prefieren debatir sobre los agravios pretéritos que sobre un presente arduo y gris. Sin casi darnos cuenta, una exigua minoría ha conseguido imponer como doctrina su repertorio de ilusiones. La principal de ellas, la artificiosidad de España como nación y la necesidad de desvertebrarla en nacioncillas para darle sustancia democrática.
TODOS hablamos de lo que puede suponer para España este huracán estatutario que galopa La Moncloa y el Congreso desde las tierras de Cataluña. Hablamos de su efecto devastador, balcánico, medieval. Hablamos de su carácter balsámico, celestial, modernizador. Vivimos en la ficción de la profundidad. Vivimos al margen de lo real cotidiano, y así, los defensores, a derecha e izquierda, de la Constitución son catalogados de grupos irascibles, adversarios del progreso y de los derechos de los pueblos, en lugar de ser aceptados por lo que en verdad son. Hombres y mujeres cuya idea de perfeccionamiento de la democracia, de su permanente actualización, no equivale a la negación del sistema establecido en la Constitución de 1978 y, mucho menos, a la caducidad de la nación que se dio forma de presente y contemporaneidad a través de los derechos y deberes en ella recogidos.
Vivimos una representación popular y populista en la que quienes mejor manejan los efectos sentimentales son los que salen ganando, aunque la primera víctima sea la verdad. No la verdad que poseen un partido o una posición política, sino la que se corresponde con los términos del debate, con la asignación de posturas, con las convicciones de cada uno.
Decía Ortega que la gente da por buena la obra literaria cuando ésta consigue producir la cantidad de ilusión necesaria para que los personajes imaginarios valgan como personas vivientes. En toda Europa, la política contiene una dosis limitada de grandilocuencia y teatralidad. En España, por el contrario, la política ha pasado a justificarse sólo por el espectáculo y la emoción que sus protagonistas son capaces de crear. Aquí los políticos tienen ganas de hacer historia y prefieren debatir sobre los agravios pretéritos a meterse hasta las cejas en un presente arduo y gris, y, sin que nos hayamos dado apenas cuenta, una exigua minoría ha conseguido imponer como doctrina y experiencia común su repertorio de ilusiones. La principal de ellas es la que se refiere a la artificiosidad de España como nación y la necesidad de desvertebrarla en pequeñas nacioncillas para darle sustancia democrática.
Tal función ha contado, por supuesto, con el pragmático y voraz onanismo de los sultanes periféricos, que por la vía de hacer de su reivindicación un formulario que debían cumplimentar todos los demócratas para demostrar que lo eran han convertido una posición minoritaria en una aplastante situación de hecho. Tal función se ha escrito también con el regocijo de una ciudadanía desatenta y, sobre todo, con el atolondramiento de una elite política insensata, que ha confundido y confunde la representación de una demanda legítima, pero minoritaria, con la obligación de aceptarla, una ensimismada clase política que no ha sabido o querido medir hasta qué punto se ha ido cargando el tendido eléctrico de los nietos de Prat de la Riba y Sabino Arana. Tan cargado, que ha transformado una masa de palabras y espejismos históricos en una gran farsa que todos los ciudadanos debemos interpretar para hacerla pasar por obra que a todos convence y alienta.
Este exitoso asalto a la razón ha sido todo lo incongruente que cabe esperar de sus autores, pero se ha acabado aceptando, a petición de menos del diez por ciento de su ciudadanía, que España debe ser sometida a una desautorización permanente, pues obstaculiza la realización de quienes sólo son españoles por imposición. Poco importan los resultados electorales, la gente no nacionalista en el seno de cada una de las llamadas nacionalidades históricas, las encuestas y los votos. Todo eso es realidad, y de lo que se trata es de vivir en el drama, lo que importa es la eficacia emotiva de la ficción.
Con toda naturalidad se ha asumido que lo que se decida en Cataluña o el País Vasco atañe solamente a los catalanes y vascos, como si ya habitáramos y sintiéramos la lógica nacionalista que no ve esos territorios como una parte de España, sino como naciones que deben autodeterminarse según un derecho que nadie les ha atribuido, salvo la ficción actual en la que participamos con peligrosa inconsciencia. En un ejercicio de malabarismo cínico, los mismos que consideran una injerencia intolerable de sus vecinos españoles que se vote en las Cortes un nuevo Estatuto de Cataluña se sientan en los escaños de ellas para colarse en la vida cotidiana de los sorianos, los leoneses o los andaluces mediante el simple procedimiento de votar los presupuestos del Estado. De modo que quienes reniegan de España y confiesan como destino propio independizarse de la madrastra que les oprime, aprietan el botón que decide la suerte de las inversiones, de la protección de desempleo o de las pensiones que afectan al conjunto de los españoles. Como en cualquier teatro del absurdo, las palabras no significan nada: «La cantante calva sigue peinándose», decía Ionesco.
Mientras los nacionalistas continúan peinándose, la cruel realidad golpea Cataluña bajo la forma, recogida en un informe sobre envejecimiento y vivienda, de más de seiscientos mil ancianos que naufragan en edificios ruinosos, sin agua corriente ni ascensor. En las últimas elecciones generales ERC obtuvo la misma cifra de votos. Mientras más de seiscientos mil catalanes viven en la ignominia social en edificaciones no accesibles, Carod Rovira representa a otros tantos catalanes que consideran fundamental redactar un nuevo Estatuto y afirmarse como nación y que amenazan con una guerra civil si no se atiende a sus demandas. Se dirá que una cosa no excluye la otra, pero me atrevo a suponer que esos más de seiscientos mil motivos de vergüenza para Cataluña no suponen que la redacción de un Estatuto que afirme los derechos históricos del Principado sea aquello en lo que deba entretenerse la elite política. Me atrevo a suponer que a esos menesterosos les preocupa bastante más su insultante situación actual que los presuntos agravios sufridos por Cataluña hace trescientos años. Y que les costará mucho establecer una relación causal entre su miseria y el triunfo de Felipe V en la Guerra de Sucesión.
Esa cifra de más de medio millón de personas que sufren y de más de medio millón de quienes reivindican una perpleja identidad marca una línea moral que asumo plenamente. No es, claro que no, la línea que separa a la izquierda y la derecha, términos demasiado manoseados para que sirvan de algo. Más bien tiene que ver con la solidaridad o el narcisismo, con la compasión o la indiferencia, con la ternura silenciosa de los humildes o la procacidad reivindicativa de los opulentos. Es la línea que obliga a escoger, que fuerza a una opción. Escoger entre los ancianos que habitan en una edad frágil a la que se añade la miseria, y jóvenes repletos de energía a quienes, al parecer, nada preocupa la suerte de sus mayores y mucho los himnos y banderas de su nación. Escoger a quienes sobreviven en condiciones ínfimas que arruinan la libertad y la soberanía individual y quienes residen en ámbitos confortables de seguridad económica desde los que sólo se contempla la soberanía colectiva. Escoger entre quienes hablan de derechos elementales vulnerados que pueblan la realidad cotidiana que les humilla o quienes se refieren a superticiosas identidades que sólo pueblan los recintos de una ilusión bien alimentada. Escoger entre el Carmelo y el Estatuto. No porque yo haya establecido esa elección, sino porque son los mismos nacionalistas los que han marcado un paisaje de preferencias que poco tiene que ver con lo que debería entenderse por una jerarquización de derechos humanos.
Cuando un diputado de ERC hable en nombre de esos 650.000 catalanes que están en una de las líneas de sombra de nuestro tiempo, deberá recordársele a los 637.000 tan catalanes como ellos que habitan, como diría Gil de Biedma, «en el rincón más triste de mi cuarto». Habrá que hablarle de una España sin ingenuidad pero con inocencia, sin furia pero exigente en lo que atañe a la justicia; sin melancolía pero con dolor por un camino de perfección que asume lo imperfecto de nuestra vida en común. Un ángel, sí, pero fieramente humano.
Fernando García de Cortázar es catedrático de Historia Contemporánea en la Univarsidad de Deusto.
Fernando García de Cortázar, ABC, 30/9/2005