Editorial-El Español
El pacto entre el Ministerio de Economía y la banca para paliar el efecto de la subida de las hipotecas entre los ciudadanos más vulnerables ha coincidido con el acuerdo del Gobierno con EH Bildu para mantener en 2023 el tope del 2% para las subidas del alquiler de vivienda a cambio del sí de los independentistas a los Presupuestos.
La primera medida, que el Gobierno cree que beneficiará a un millón de familias, ha sido dividida en dos tramos.
El primero incluye a aquellas que ganen menos de 25.200 € anuales, que destinen más del 50% de esos ingresos a pagar la hipoteca y que sufran un incremento de un 50% en su esfuerzo hipotecario.
El segundo incluye a las familias con ingresos menores a 29.400 € y que destinen más del 30% de su renta a pagar una hipoteca que haya subido al menos un 20%.
¿Por qué esos límites y no otros? ¿Qué ocurre si una familia que gana 26.000 € destina el 50% de su renta a pagar la hipoteca, pero esta sólo ha subido un 18%? ¿Y por qué una familia que gana 30.000 €, pero que destina más del 50% de su renta a la hipoteca, queda excluida del pacto?
Evidentemente, el Gobierno debe poner la raya en algún punto. Pero los límites parecen diseñados de una forma tan arbitraria que resulta legítimo sospechar que lo único que pretende es sumar un nuevo eslogan propagandístico a su artillería electoral (el de un millón de familias hipotecadas «rescatadas» por el Gobierno) a costa de aumentar la burocracia y la ingeniería financiera doméstica hasta extremos extravagantes.
EL ESPAÑOL cree que la opción correcta habría sido la de la UE respecto a las ayudas por la subida de los precios de la energía: limitar estas a los casos de necesidad extrema y reducir la burocracia al mínimo con unas reglas claras y unas condiciones fácilmente demostrables, en vez de apilar exigencias mínimas que generarán sensación de injusticia en aquellos que cumplan dos de las cláusulas, pero no la tercera.
El pacto al que ha llegado Economía con la banca, en definitiva, parece más bien una caprichosa cartografía de los límites que una verdadera ayuda pensada para facilitarle la vida a los ciudadanos en situación de vulnerabilidad.
El plan del Gobierno parece además querer devolver a los ciudadanos dos o tres años atrás, a la época de los tipos cero o negativos. Pero eso no es sólo irreal, sino también una evidente patada hacia adelante.
Porque la intención podrá ser buena, pero los resultados de esas medidas serán los previsibles. Como es de prever, la banca, a la vista de la generosidad del Gobierno, limitará a partir de ahora la concesión de hipotecas a los ciudadanos en situación vulnerable ante el peligro de que el Ejecutivo decida, durante la próxima crisis financiera, forzar a la banca a aceptar unas condiciones gravosas para ella.
Y es lo mismo que ocurrirá con el tope a los alquileres. Una limitación de los derechos de propiedad que puede «sonar» bien a los oídos de aquellos que no conozcan los incentivos y los mecanismos del mercado, pero que acabará encareciendo los precios.
También hará que algunos propietarios retiren sus propiedades del mercado si la rentabilidad «tolerada» por el Gobierno es menor a la que obtendrían en un mercado no intervenido estatalmente. O que no haya viviendas de alquiler para determinados niveles de renta y en determinadas ciudades.
Ayudar a las familias más necesitadas no es malo. Pero las medidas del Gobierno son tan llamativas a corto plazo como contraproducentes a largo. Este Gobierno ha sido muy hábil vendiendo sus iniciativas por la pureza de sus intenciones, pero igualmente habilidoso despreciando el efecto de estas en la realidad, como esos viejos comunistas que justifican el fracaso del socialismo apelando a que este «no se ha aplicado bien».
El Gobierno no debería alentar la fantasía de que los ciudadanos podrán ser liberados de sus deudas por el Estado en épocas de crisis. Mejor haría Sánchez aprovechando crisis como esta para mejorar la educación financiera de los ciudadanos con el objetivo de que estos no asuman riesgos que muy probablemente serán incapaces de resistir.
Las políticas intervencionistas terminan produciendo casi siempre el efecto contrario al deseado. Las buenas intenciones del Gobierno desembocan una y otra vez en una ejecución tan tosca y torpe que acaban desprotegiendo a quienes espera proteger. El Estado del bienestar, ese bálsamo de Fierabrás para Gobiernos derrochadores, no puede mantenerse a costa de hundir la economía privada y capar el crecimiento.