Londres se equivocó al liberar a los presos del IRA en el año 2000, antes de la entrega de las armas. Pero aprendió la lección. La ilegalización de Batasuna aún puede jugar un papel similar al de la suspensión de la autonomía norirlandesa. Otegi sólo podrá recuperar su estatus legal y la influencia (y las subvenciones) de su partido si convence a ETA de que se disuelva.
Ibarretxe anuncia contactos discretos con Batasuna. Si los anuncia, ya no son discretos. Lo que importa del asunto es el reconocimiento fáctico de esa formación como una más, pese a su ilegalización. Se trata de una actitud contradictoria con el objetivo de conseguir que el brazo político de ETA fuerce a su brazo armado a disolverse. Otegi trató ayer de esquivar el asunto invitando al Gobierno a hablar directamente con ETA, y adelantando que la «superación del conflicto» pasa por la autodeterminación y el reconocimiento de Euskal Herria como sujeto político.
La experiencia irlandesa es ilustrativa: el abandono de la lucha armada por parte del IRA ha sido consecuencia del convencimiento alcanzado por políticos profesionales como Gerry Adams o Martin McGuinness de que para seguir siéndolo tendrían que conseguir el fin de la violencia. Sin ese requisito no se levantaría la suspensión de la autonomía de Irlanda del Norte, decidida por Londres a causa de la persistente negativa del IRA a entregar las armas. No podrían ocupar sus escaños en el Parlamento de Stormont ni participar en el Gobierno autonómico. E incluso podrían ser arrastrados por el desprestigio cosechado por el IRA a causa de sus actividades mafiosas.
En febrero pasado, el ministro de Justicia de la República de Irlanda, Michael McDowell, declaró que Gerry Adams formaba parte de la dirección del IRA. Era la primera vez que un responsable político lo decía en público, y esa audacia se consideró una manifestación del hartazgo social hacia el IRA y el Sinn Fein que crecía en las dos Irlandas; sobre todo desde que la Comisión Internacional de Control expresó su convicción de que el atraco al Northern Bank (38 millones de euros) había sido obra del IRA con conocimiento de Sinn Fein; y desde que se supo que miembros de esa banda eran los autores del asesinato en un pub de Belfast del simpatizante republicano Robert McCartney, lo que provocó una especie de sublevación de barrio contra los matones. En marzo, el Parlamento británico suspendió por un año las subvenciones al Sinn Fein por las «operaciones paramilitares y criminales» del IRA. A fines de ese mes, Adams pidió de manera directa a sus ex compañeros de armas que las abandonasen.
Londres se equivocó seguramente al acordar la liberación de todos los presos del IRA en el año 2000, antes de la entrega de las armas. Pero aprendió la lección y no cedió a las presiones para levantar la suspensión de la autonomía, decidida en octubre de 2002.
La ilegalización de Batasuna ha jugado, y aún puede hacerlo, un papel similar al de esa suspensión. Un político como Otegi sólo podrá recobrar su estatus legal, participar directamente en las elecciones y recuperar la influencia (y las subvenciones) que su partido tuvo en los ayuntamientos si convence a ETA de que se disuelva. El principal factor de convencimiento es la eficacia policial, pero será difícil que una banda con tantos años e intereses detrás interiorice que ha llegado la hora de la retirada si no se lo exige su brazo político. El momento es propicio, tras 27 meses sin muertos. Es bastante probable que la ausencia de atentados mortales desde la declaración de Anoeta guarde relación con la presión de su brazo político para que ETA no arruine con un asesinato su esperanza de relegalización antes de las municipales de 2007.
La actitud de Ibarretxe es, por ello, incoherente. Si se desea incorporar a una posible mesa de partidos al independentismo radical «en un escenario de ausencia de violencia», lo lógico será evitar cualquier gesto que ese mundo pueda interpretar como prueba de que puede eludir las consecuencias de la ilegalización sin forzar la retirada de ETA o desmarcarse claramente de ella. Nada favorece tanto a las fuerzas que aspiran a moverse con un pie dentro y otro fuera del sistema como una aplicación imprecisa de la ley, que permite autorizar o no las manifestaciones convocadas por un partido ilegal, según criterios variables. Siempre se ha dicho que un motivo del fracaso de las conversaciones de Argel (1989) fue dejar creer a ETA que tenía garantizada la liberación de los presos con sentarse a la mesa, lo que hizo que plantease contrapartidas políticas imposibles. Consentir la legalización por vía de hecho sería repetir, ampliado, aquel error.
Patxo Unzueta, EL PAÍS, 1/9/2005