Federico de Montalvo Jääskeläinen-ABC
- El recurso posmoderno al cuantos más derechos mejor, olvida que lo que ello produce es un debilitamiento de los propios derechos
Es habitual que los estudiantes de Derecho oigan hablar en sus primeras clases de la figura del voto particular, con especial referencia, entre otros, a los que hace ya un siglo emitiera el extraordinario jurista Oliver Wendell Holmes y que permitieron construir el concepto moderno de ciencia jurídica. Y es que esta expresión de disentimiento que queda, por cortesía, unida en las sentencias judiciales a la decisión de la mayoría ha contenido en muchas ocasiones más saber jurídico que muchos doctos tratados. El voto particular no es solamente expresión marginal de discrepancia, sino también de predicción por parte de aquellos que gozan del don de adelantarse a su tiempo. Estos votos permiten, en palabras de José Luis Cascajo Castro, un enriquecimiento y mayor profundidad de la jurisprudencia y también argumentaciones más completas y orgánicas, susceptibles incluso de desarrollos alternativos en el futuro. Se atenúa, así, el peligro de petrificación del Derecho, pudiendo operar dichos votos como impulso para posibles cambios en los siguientes pronunciamientos. El voto particular carecería, pues, de ‘potestas’ pero gozaría de ‘auctoritas’, por analogía con la clásica distinción romana.
Además, su función pedagógica es muy relevante, siendo, para la academia, una fuente valiosa para entender la evolución de la interpretación jurídica, y para los estudiantes buen ejemplo de que el Derecho no es una ciencia exacta, pudiendo coexistir diferentes posiciones, siempre, eso sí, necesariamente razonadas.
En los ya casi cincuenta años de nuestro Tribunal Constitucional, podemos encontrar votos particulares que han superado en factura jurídica al propio tenor de la sentencia a la que acompañaban. También, magistrados que destacaron por dicho fino arte de la discrepancia, pudiéndose mencionar, entre todos, a dos, el magistrado Jorge Rodríguez Zapata y el profesor Manuel Aragón Reyes. Así, el primero nos advirtió, a través del disenso, de los riesgos que para una democracia tiene la ingenuidad o, en palabras suyas, la soteriología jurídica (caso librería Europa), es decir, el creer que la democracia se defiende a sí misma sin que deban limitarse las libertades de sus enemigos. Y el segundo denunció tempranamente, también mediante el arte del desacuerdo, que la Constitución no es un texto con amplios espacios en blanco sobre el que el Tribunal pueda escribir a su antojo (casos matrimonio homosexual y derechos a no sufrir ruido).
En los actuales tiempos del Tribunal Constitucional, que no son precisamente de oro, encontramos igualmente algún voto particular que mitiga el estupor que produce la lectura de sentencias absolutamente previsibles, por el marcado carácter ideológico de una mayoría que ha decidido no controlar, sino meramente refrendar las decisiones parlamentarias a través de una nueva fórmula alternativa de interpretación conforme que reelabora el texto constitucional. Entre estos recientes votos particulares, destaca el emitido en relación con el reconocimiento de personalidad jurídica a la laguna del Mar Menor, en el que la minoría denuncia, con ocurrente símil, los riesgos de anoxia constitucional que puede producir una medida legal promovida para evitar la anoxia de dicho mar. En dicho voto se advierte, literalmente que «la propia creación del concepto de »derechos» como categoría jurídica está en la base del Estado de Derecho, que regula las relaciones entre el Estado y los ciudadanos, y de estos entre sí. Conviene no frivolizarlo con una mimetización paradójicamente antropomórfica de los ecosistemas».
Y es que el riesgo de anoxia jurídica no solo se circunscribe a la decisión ‘thunbergiana’ de otorgarle derechos y presunta capacidad jurídica para ejercerlos a una albufera de 170 kilómetros cuadrados, sino que parece ser un signo muy común de estos tiempos posmodernos y líquidos. La relevante categoría de los derechos fundamentales heredada del Estado liberal y corregida con los derechos sociales por el Estado constitucional empieza a ser desmantelada y frivolizada por insólitas mimetizaciones, consistentes en extender su reconocimiento a espacios físicos, a los animales o, ahora, incluso, a meros artefactos como los robots.
Junto a la tendencia hacia la mimetización existe otra, la de la extravagancia, proponiendo una retahíla de presuntos nuevos derechos para afrontar los nuevos retos a los que nos enfrenta el avance de la ciencia y la tecnología. Así, encontramos propuestas como las de los neuroderechos, presunta pócima jurídica frente al avance de las neurotecnologías, obviando que disponemos ya desde hace dos siglos de libertades que pueden perfectamente protegernos frente a un uso indebido de dichas innovaciones, eso sí, incorporando nuevas garantías, categoría jurídica bien distinta. Se pretende, parafraseando las palabras del voto particular del Mar Menor, proteger al cerebro, pero se acaba provocando una nueva anoxia jurídica.
En definitiva, este recurso posmoderno al cuantos más derechos mejor, olvida que lo que ello produce es un debilitamiento de los propios derechos. Como recuerda Luis Díez-Picazo, la inflación de derechos conduce a su devaluación, siendo útiles en la medida que no sean muy numerosos. En muchas ocasiones se olvida que lo importante no es tanto declarar nuevos derechos, cuanto poder garantizarlos eficazmente. El riesgo estaría en trivializar la noción de derechos si se actúa con demasiada alegría. Una ‘law-satured society’ repleta de derechos miméticos y extravagantes, en un mundo desbordante de cultura, pero totalmente vacía de sabiduría, al menos, jurídica.
Y concluimos. Se ha dicho que el problema de la modernidad, guiada por la razón, es que la posmodernidad comenzó cuando la primera no había sido aún culminada. Y, por ello, puede que afrontar los nuevos retos a los que se enfrenta nuestra sociedad no exige una nueva modernidad plagada de nuevos derechos o en la que éstos se extiendan a todo bicho viviente y no viviente, sino garantizar plenamente los que nos aportaron hace ya décadas nuestros mayores y que siguen siendo un proyecto inacabado, en términos expresados por Jürgen Habermas. Pero, eso sí, recuperando el alma, el encantamiento que le faltó al racionalismo. Nuevos derechos, sí, pero pocos y con razón y corazón.