Manuel Montero-El Correo
- Las encuestas señalan que al personal le va dejando de hacer ilusión el independentismo, pero eso no frenará a nuestros líderes nacionalistas
La concepción que tiene el nacionalismo de la historia sigue siendo la tradicional. Creen que la verdad está en los orígenes -en la presunta independencia medieval, pongamos por ejemplo-. Su concepto de la historia vasca es atemporal, pues lo importante no son los acontecimientos, sino lo que (creen) permanece desde siempre y se mantendrá siempre. Es una historia que conlleva una finalidad: la de volver al pasado. Este concepto de historia tiene mucho de metafísica, de creencia mística. En ese pasado se cree, se tiene fe.
No es monopolio del nacionalismo moderado esta concepción tradicional de la historia. Extrañamente, para el nacionalismo radical, de aire revolucionario y clichés marxistizantes, pasa algo parecido. Asume la veneración por los orígenes (imaginarios) y la idea de la historia como un mandato que exige recuperar los comienzos. La diferencia es que imagina un pasado igualitario, colectivista, no solo nacional. Así, la revolución que nos traerá quiere también volver a la sociedad primigenia, apenas posneolítica en la definición de rasgos identitarios.
Por supuesto, estos imaginarios son pura filfa; no han existido más que en las fantasías de algún ideólogo y, cabe suponer, de los burukides, de natural angelicales. El criterio del pasado como inspirador del futuro es un concepto carca, salvo los casos en los que se recurre al pasado para justificar realizaciones progresistas del presente, como hacían los liberales del siglo XIX, cuando aseguraban que ellos restauraban las libertades medievales. No era así, pero era un argumento legitimador. No puede tomarse en serio que el pasado inspirase la revolución liberal, por mucha simpatía que suscite este recurso intelectual.
Entre nosotros, el mecanismo de retorno al pasado como justificación de la acción política, incluyendo la revolucionaria, está en las teorías nacionalistas.
Pese a su carácter fantasioso e ilusorio, es importante porque los portadores de la fe nacionalista creen en ello.
Plantea un problema de interés: ¿cómo se imaginarán la restauración de los orígenes? No es improbable que incluya privilegios para los ‘vascos vascos’ -o, si se quiere, discriminaciones para los que no demuestren identidad, inserción cultural o afección política- ni, en consecuencia, sean tenidos como puntales (o puñales) de la democracia: el término democracia vasca hasta puede sonar bien, pero tiene implicaciones tenebrosas. El anuncio de una democracia vasca invitaría a echarse a temblar. La mezcla con los resabios revolucionarios inevitablemente crea un guirigay conceptual que confiemos no salga nunca de las cabezas de los ideólogos del movimiento y de los curas que les predican.
Tangencialmente, el papel de muchos curas vascos, echados durante décadas al monte, tiene interés por sorprendente: se han pasado la vida sacerdotal bendiciendo atrocidades, manteniendo cierta ferocidad espiritual, en un país que mayoritariamente abandonó la asistencia a la iglesia y la religiosidad. Paradójicamente nuestros curas ultramontanos se mantenían en el machito, como si sus soflamas tuviesen seguidores, un caso único. ¿Curas sin feligreses, pero aceptados como guía espiritual? A diario, los curas de la abertzalía se predicarían a sí mismos, pues no hay noticias de que mantuviesen la clientela. ¿O el progresismo nacionalista fue la excepción y no participaron en el proceso de secularización social? Resulta inverosímil, pero seguramente no hay en Europa otro grupo de izquierdas que mantenga similar veneración por el clero.
Lo curioso del caso es que, por lo que se ve, se mantienen las expectativas autodeterministas, reflejadas hoy en la ambición de un nuevo Estatuto (y van..). Quizá confían en que cuando Sánchez entre en materia vuelva a ser una especie de Olentzero dadivoso. Las encuestas señalan que al personal le va dejando de hacer ilusión el viaje independentista, pero tal circunstancia no frenaría a nuestros líderes nacionalistas.
Y eso que vivimos en una sociedad acomodada y envejecida, cuyo futuro parece depender de la llegada de los inmigrantes. Cuesta imaginar la ruptura, poner en riesgo la pensión y los vinos de la tarde, los entusiasmos futbolísticos y la veneración por ser tan vascos a cambio de volver a ficciones entre posneolíticas y premedievales. Tal y como están las cosas, sería la revolución de los sexagenarios, en la que los de setenta para arriba todavía tendrían que servir de fuerza de choque y el papel de los cincuentenarios para abajo sería el de oír a sus mayores cómo lucharon por la revolución y durante toda su vida creyeron en la independencia y territorialidad. Seguramente, los adolescentes y la juventud cambiarán de canal, o, mejor, mirarán con fruición los memes que les aparezcan en los móviles. Las ilusiones sociales han cambiado mucho.