Manuel Montero-El Correo
Los perdedores forman parte del final de todas las guerras. Incluso de ésta, que no fue una guerra, sino una razzia terrorista en la que fanáticos infatuados se dedicaron a asesinar, amenazar, extorsionar… Dijeron que era guerra y, la verdad, la idea ha calado, salvo entre los muy concernidos. No hay más que pulsar la actitud política predominante, los despropósitos de los tertulianos y el estado de opinión en las conversaciones. ¿Guerra entre los asesinos y sus víctimas? El dislate no impide que se asiente el concepto bélico. Unos mataban, otros morían: como en todas las guerras, dirán, dos bandos que hoy deberían reconciliarse, pues lo propio de la víctima, su obligación, es perdonar al agresor, que se sentirá (aún más) reconfortado.
Contribuye a este estado de opinión la defección del Estado. El Gobierno no ha tenido reparo en pactar con quienes acosaron a las víctimas. ¿Si para mantenerse en el poder los socialistas dependiesen de quienes jalearon al terrorismo aceptarían su voto? ¿Formarían gobierno? Todo indica que tal barbaridad resulta posible. Que, además, algo podrían dar a cambio.
Así que a lo mejor la especie, falsa, de que no hubo ‘vencedores ni vencidos’ se convertirá en cierta. Después se invertirán los términos y vencerán quienes creíamos vencidos por la democracia. ¿Del pasado hay que hacer añicos? Ya han llegado a ser considerados unos políticos más, a los que se les pide el voto para aprobar decretos-ley. ¿A cambio de qué? El blanqueamiento del terrorismo y de sus secuaces ha adquirido una velocidad que quita el aire.
Todo eso devuelve su fisonomía primigenia a esta historia, su faz siniestra. Por el lado de la democracia es una historia de perdedores. No hace mucho tiempo, los amenazados, los extorsionados, las víctimas… tenían que ocultar su condición para evitar males mayores. Algunas tumbas se tiñeron de pintadas de odio, las paredes de dianas y miseria, «jódete cabrón» escribían y decían. No hubo dignidad para asegurar que nunca jamás se pactaría con semejante calaña. Se ha cerrado el círculo, por tanto: se pacta. Ni se les ha exigido algún arrepentimiento: tampoco están arrepentidos, por lo que se ve, sino orgullosos. ¿Todo ha valido, entonces? Eso parece: las víctimas lo fueron en vano, al final se enaltece la valía política de los agresores…
Una historia de perdedores. Se vio en el Parlamento vasco. Guardia civil, policía nacional, quienes fueron asesinados: son unos nazis, les dicen. La barbaridad vibró sobre el cieno del Parlamento y algunos que se fueron.
Pero otros se quedaron. Se quedaron para siempre, pues hay trampas de la que ya nunca cabe salir.
De paso, crean una disposición sobre violencia policial de contenido canalla -da por sentada la mala actuación sistemática, a determinar sin decisión judicial-, con el objetivo de transmitir la imagen de que el terrorismo fue una violencia más de una época convulsa. Banalización del mal, en el concepto de Hannah Arendt.
¿Ha cambiado algo? Hubo terrorismo, la democracia lo venció… Como se había supuesto que el terrorismo era invencible y que cesaría por algún acuerdo, el final que se produjo no encajó en los presupuestos políticos. Quizás a eso se debe que hayamos coagulado, por el desconcierto. En realidad, estamos donde siempre quisieron que estuviésemos.
¿Cuándo sabe el perdedor que ha perdido? Es así, si la sociedad puede soportar la ignominia. Si acepta como un actor político más a los apoyos de los terroristas y si por un momento piensa que la víctima, que reclama contra los ongietorris a los terroristas, podía ya dejar de molestar. El perdedor es un producto social, se está creando. Culmina el desastre la transferencia de responsabilidades: en algunas interpretaciones, los culpables de los acosos de Bilbao o Rentería no son los agresores sino quienes ejercen su derecho democrático de ejercer la libertad de expresión.
«Vae victis», decía el aforismo latino, «¡ay de los vencidos!». Viene a ser el epitafio de medio siglo de Euskadi.
Al parecer todo fue igual, asesinatos, acciones policiales, víctimas, exiliados, terroristas. O no tan igual, pues el premio político lo tendrán los hooligans del terror, pues hace falta su voto.
Al perdedor no le queda más que rebuscar en la memoria y en los depósitos de basura para saber dónde estuvo el horror. Para salir de la confusión, quizás le entre la tentación de pedir perdón por haber discrepado del asesino o del que miró hacia el otro lado. Creerá que algo habrá hecho, que por eso fue víctima. ¿Pide perdón? Pierde el tiempo: nadie le perdonará.
En su tratado sobre la estupidez humana, Cipolla incluye una consideración precisa. Las sociedades no se van al garete por la abundancia de estúpidos, que siempre son un alto porcentaje de la población, sino cuando quienes tienen que oponérseles dejan de hacerlo. En tales casos la estupidez campa a sus anchas. No digamos si además se le ríen las gracias.
Agenda para ‘negociar’: metidos en gastos, y para no improvisar luego, convendría admitir la nacionalidad vasca para los vascos vascos. O trazar -ya- las previsiones para llevar a cabo la territorialidad y el derecho a decidir. No sea que por un voto nos quedemos sin gobierno. Diálogo y negociación, se llamaba antes. Mientras, se institucionaliza el ongietorri de los excarcelados. No queda bien escenificar la humillación, cabría en esto la discreción, pero ni eso.
Los perdedores han perdido. Algún día, demasiado tarde, la gente normal sabrá que con ellos hemos perdido todos.