Ignacio Camacho-ABC
- La cautela de este 8-M no absolverá el encubrimiento que hace un año convirtió la mentira en estrategia de Estado
Hay algo de palinodia encubierta, de exculpación retroactiva en la prohibición de las manifestaciones del 8 de marzo. Una especie de justificación oblicua de la frívola negligencia del año pasado, sobre la que el Ejecutivo siempre ha sostenido contra toda evidencia que no tenía los datos que ahora sí posee para advertir de la amenaza de contagio. También es perceptible la intención de calmar el mar de fondo provocado por el conflicto entre la extrema izquierda ‘woke’ -la reivindicación ‘queer’, el transgénero, el binarismo y otros debates identitarios llenos de conceptos a menudo incomprensibles para profanos- y el feminismo clásico, que arguye que si el género es una construcción artificial carece de sentido su larga lucha por la igualdad de trato. Por unas y otras razones, al sanchismo le venía bien una conmemoración de perfil bajo, que no agudice la tensión interna con Podemos y evite el mal trago de otro escándalo sanitario… y la exposición a las consecuencias penales que la última primavera le pasaron rozando.
Pero esta cautela no va a borrar la memoria del insensato empeño ideológico que demoró y tal vez agravó el confinamiento. El 8-M de 2020 pesará siempre como la primera gran mentira gubernamental en la crisis del Covid: la de la infravaloración irresponsable y sesgada del riesgo. Las autoridades no sólo no desaconsejaron las concentraciones feministas sino que las alentaron disponiendo de alertas suficientes desde febrero. Ése fue también el punto de inflexión en que Fernando Simón, hasta entonces un portavoz de cierto crédito, traicionó el juramente hipocrático al quitarse la simbólica bata de médico para sustituirla por el jersey -la ‘rebeca de pelotillas’, que dice el maestro Burgos- de chiquichanca del Gobierno y convertirse en correa de transmisión de consignas falaces, estadísticas manipuladas y consejos dolosos con que los escribas de Moncloa construyeron su relato fraudulento. Allí comenzó el monumental engaño de Estado que aún hoy sigue latiendo en el estéril maquillaje oficial de la cifra de muertos y en la hueca propaganda optimista sobre las vacunas que cada día desmienten los hechos. Embuste tras embuste, fracaso tras fracaso, encubrimiento tras encubrimiento.
El epítome de toda esa operación de escamoteo fue la minimización del peligro latente en unas marchas donde incluso varias ministras asistentes resultaron infectadas y cuya artificial prioridad política obligó al Gabinete a posponer la declaración del estado de alarma. Ocultando la verdad que él conocía, o tenía obligación de conocer, y la mayoría de los ciudadanos ignoraba, Simón sostuvo impertérrito que el virus carecía de relevancia para desatar la transmisión comunitaria en España. «No habrá, como mucho, más de algún caso»: ahora hay suficientes elementos de contraste para afirmar que aquellas malditas palabras no fueron un error sino una infamia.