La guerra en el PSOE no comenzó ayer. Lleva muchos meses larvándose. Ha sido una historia lenta de conspiraciones, traiciones, filias y fobias que cambian de bando y ya, al final, de ataques acerados, dardos envenenados y discursos perversos que tardarán mucho tiempo en cicatrizar. «No volveremos a ver un PSOE como el que conocíamos», lamentaba hace apenas un mes un miembro del Comité Federal que ya pronosticaba que, según se aproximara el punto de no retorno hacia las terceras elecciones, en las filas socialistas se alzarían las voces contra Ferraz y hablaría «hasta el lucero del alba». Y así ha sido. En la última semana todo se ha desatado.
La rebelión ha tenido tres oportunidades. Las dos primeras se quedaron en amago. La tercera ha sido definitiva. Tras las elecciones del 20-D, los 90 diputados conseguidos por un Pedro Sánchez que ya había pisado callos fueron un mazazo para los viejos del socialismo. El suelo se desmoronaba. Y lo peor: el secretario general, lejos del acto de contrición y del propósito de enmienda, presentó el veredicto de las urnas como «histórico». «Nos hemos equivocado de líder», reconocía uno de los viejos en plenas Navidades. Los ojos se volvían hacia el sur. Fue en vano, Susana Díaz decidió permanecer en San Telmo.
La primavera transcurrió a trompicones. Sánchez intentó una investidura y fracasó. Pese a ello, una vez más no acusó el golpe, y sabedor de que las reticencias hacia su gestión aumentaban, decidió apartarse de todos. No hablaba con sus dirigentes, no convocaba los conciliábulos y cenas que siempre habían sido el escenario en el que se fraguaban las decisiones estratégicas del partido. Más allá de su círculo pretoriano no se emitían señales.
El 26 de junio, la fecha de las segundas elecciones, llegó con los ánimos soliviantados y muy pocas esperanzas. Las urnas fueron demoledoras: 85 escaños. De nuevo, la autocrítica y la asunción de responsabilidades brillaron por su ausencia. Sánchez se aferró al «éxito» de haber evitado el sorpasso de Podemos. Y ahí se quedó, sin escuchar el coro que advertía de que con unas huestes tan escasas no se podía gobernar. Para entonces las voces críticas ya hablaban de fractura, presentaban a Sánchez como una «auténtica máquina de fabricar adversarios» y vaticinaban un final traumático.
Los acontecimientos, sin embargo, se han precipitado en la última semana. Hasta los barones que se habían mantenido templados estallaron. En Castilla-La Mancha, Emiliano García-Page, que había visto cómo desde Ferraz se rechazaba su ofrecimiento de mediar entre la dirección y los descontentos, comprobó atónito cómo Podemos activaba la voladura de su Gobierno ante la pasividad –algunos hablan de anuencia– de la dirección federal.
El extremeño Guillermo Fernández Vara sufrió e incluso denunció públicamente un auténtico acoso en las redes sociales de quienes él creía compañeros. Un histórico como Juan Carlos Rodríguez Ibarra llegó a avisar de que si prosperaban los planes de pactar un Gobierno con independentistas abandonaría el partido y no sería el único.
El alcalde de Vigo, Abel Caballero, padeció la imposición de unas listas para las elecciones gallegas que jamás habría firmado. Las opiniones de Felipe González, el icono, se despreciaron.
Ferraz –acusaban los críticos cada vez más alto– iba a lo suyo, no escuchaba, no dialogaba. Más aún, se empezó a extender la sensación de que el secretario general les desafiaba, que no le importaba el partido, que estaba dispuesto a vulnerar su cultura y sus normas con tal de mantenerse en la cúpula.
La señal de alarma definitiva fue el anuncio de que Sánchez, para sortear el malestar ya desbordante, impulsaría unas primarias exprés y un congreso a primeros de diciembre para revalidar con el apoyo de la militancia su mandato y, de paso, que intentaría, al filo de lo imposible, aglutinar respaldos de todos los colores para formar Gobierno.
Las filas críticas decidieron de inmediato pasar a la acción. El pistoletazo definitivo lo daría el gran referente: Felipe González. «Me siento engañado», dijo refiriéndose al secretario general. La versión de González es que Sánchez le había asegurado que si Rajoy lograba aglutinar una mayoría clara el PSOE se abstendría en la segunda votación de su investidura. Al final no cumplió.
La entrevista al ex todo en el PSOE se produjo en terreno amigo y, aunque se emitió ayer por la mañana, había sido grabada con antelación. Ferraz la conocía. De hecho, en cuestión de minutos emitió un largo comunicado de respuesta desconcertante, porque ni confirmaba ni desmentía las revelaciones de González ni mostraba nuevas cartas más allá de las destapadas por Sánchez en su intento de acelerar las primarias, intentar una investidura y consolidarse en un congreso en diciembre.
Para entonces la rebelión era imparable. El martes ya se habían empezado a recoger las firmas de los dimisionarios de la Ejecutiva. Ayer se presentaron 17, la mitad más uno de sus miembros habida cuenta de que en la misma hay tres vacantes –una de ellas por fallecimiento– que computan en la merma de apoyos al líder. Entre los nombres dimisionarios figura incluso el de la presidenta del PSOE, Micaela Navarro. Nunca el socialismo se ha enfrentado a una crisis interna de este calado.
El golpe no tiene marcha atrás, aun cuando Sánchez en un último movimiento haya sembrado el estupor resistiéndose a aceptarlo. Anoche, el asombro era el sentimiento general entre los críticos. «Habrá que enviar a la Guardia Civil», aseguraba uno de ellos intentando poner una nota de humor al desastre.
Para hoy, la cúpula, o lo que queda de ella, ha convocado una Ejecutiva a la que, claro está, los dimitidos no acudirán. Y probablemente alguno más tampoco. Ante esta actitud todo indica que dirimirá el conflicto la Comisión de Garantías. Y a continuación se convocará un Comité Federal, manteniendo quizá la fecha del fijado para el sábado –ya hay quien plantea adelantarlo al viernes– para dar por sucumbida la era Sánchez, incluso llegando a la moción de censura si fuera necesario, y previsiblemente nombrar una gestora hasta la celebración del Congreso Federal.