Miquel Giménez-Vozpópuli

José y Aurora llegaron a Barcelona hace décadas desde su Galicia natal. La suya es una historia como tantas, sin nada que merezca uno de los titulares tan llamativos que se llevan ahora. Las biografías de los humildes caben en un sola línea. Nació, vivió y murió. Pero, solo por una vez, sería interesante detallar cómo es la vida de esa legión de personas que pasan por nuestras vidas dejando un rastro de sólida probidad. La pareja, recién casada, llegó a la capital catalana sin más patrimonio que cien pesetas que les había dado como regalo de bodas un pariente que hizo fortuna en las américas. Ella se colocó como empleada del hogar en una casa propiedad de un familia catalana bien estante, con una señora que no paraba de llamarle idiota, pueblerina y burra por cincuenta pesetas al mes, más habitación, vestido y comida.

José se colocó de albañil y como se deslomaba para arrancar un pellizco más a su mísero suelo, puesto que iba al destajo, llegaba a la pensión por la noche y se desplomaba encima del camastro. Aunque casados, no tenían para pagar un alquiler y vivir juntos. Cuando se veían, él procuraba llevarle siempre algo a Aurora. Un frasquito de colonia Maja, de Myrurgia, un anillo comprado en el puerto que pronto se volvía verde en el dedo de ella, unas flores arrancadas de algún parterre municipal. Ella, por su parte, le llevaba un paquete de picadura, porque sabía que él hacía economías con el tabaco para poderle regalar aquellas cosas. Hasta que un día, paseando, vieron una tiendecita en el casco antiguo barcelonés con un letrero en la puerta: “Se traspasa por jubilación”. No se lo pensaron dos veces. Hablaron con el hombre de la tienda y resultó que también era gallego y buena persona. Acordaron que le irían pagando el traspaso cada mes y en cinco años saldaron sus deudas. Así empezó el Colmado Aurora, porque José quiso que el nombre de su mujer luciera en el rótulo que colgaba encima del establecimiento.

Trabajaron como animales, ahorraron lo que pudieron, se privaron de todo para poder disponer de un rinconcito de cara a su jubilación, tuvieron dos hijos, chica y chico, y siempre pensaron que eran unos afortunados porque habían logrado escapar de la miseria de su pueblo natal. El suyo era solo un colmado de barrio, uno de esos en los que las ganas de que la clientela quede contenta y el prurito del trabajo bien hecho son las normas a seguir. Se levantaron toda su vida a las cinco y media de la mañana. José para ir al mercado y comprar frutas y verduras, Aurora para barrer y limpiar la tienda. Antes de abrir, se tomaban un café con leche con una madalena mirándose con ternura porque si de algo andaban sobrados era de cariño. Ni los años ni las arrugas pudieron jamás con ese amor.

Tose mucho y le cuesta respirar. Él le insiste en que hay que ir al médico, que igual es el virus, pero ella no quiere. Dice que si ha de morirse, prefiere hacerlo al lado de su marido»

Con el paso del tiempo, surgió la competencia de los grandes supermercados y la subida astronómica de impuestos y alquileres. José y Aurora nunca se habían preocupado de política. Bastante tenían con trabajar de lunes a domingo, sin vacaciones, de ocho de la mañana a nueve de la noche. Pero una ley redactada por un tal Boyer, del que se decía que era socialista, la desaparición de la vida de barrio que habían conocido siempre, el aumento brutal de los impuestos y de la delincuencia sumados a la feroz competencia del súper que una cadena nacional había instalado a mala fe al lado de su colmado los había ido empobreciendo más y más.

Cuando quisieron darse cuenta, se habían comido los ahorros, sus hijos campaban cada uno por su lado y no podían traspasar la tiendecita porque nadie quería montar un negocio en una calle repleta de camellos, prostitutas, delincuentes y okupas. Tuvieron que aceptar el dinero que les ofrecía una mafia que se quedaba con todas las tiendas de la zona para montar falsos negocios con el fin de blanquear dinero de la droga. Cuatro duros les dieron. Ahora vuelven a estar de pensión. Su pequeño piso, que tanto les costó comprar letra a letra, está ocupado. Cuando han ido a reclamar a la policía, al ayuntamiento y a los jueces, todos sonríen y les dan largas. José y Aurora se preguntan de qué ha servido tanto trabajo, tanto madrugar. Últimamente, Aurora no está bien. Tose mucho y le cuesta respirar. Él le insiste en que hay que ir al médico, que igual es el virus, pero ella no quiere. Dice que si ha de morirse, prefiere hacerlo al lado de su marido. José también tiene mucha tos y fiebre, aunque procura disimularlo. Esta mañana, la dueña de la pensión no los ha oído levantarse. No se atreve a abrir la puerta de su habitación y ha llamado a la policía. Pero sabe muy bien lo que van a encontrarse dentro.

Ese mismo día los diarios daban esta noticia: el ayuntamiento barcelonés impartía talleres de ocupación dirigidos a jóvenes bajo el nombre de ‘Taller de liberación de espacios’ en los que se trata de cuestionar la propiedad para poner espacios al servicio de las necesidades del pueblo. Ni José ni Aurora pudieron ya leerlo.