Historia de unas cartas

J. M. RUIZ SOROA, EL CORREO 29/12/13

José María Ruiz Soroa
José María Ruiz Soroa

· Si queremos ser demócratas ‘à la Jefferson’, habría que relegitimar la Constitución cada día con una nueva votación. Lo cual es absurdo.

Se ha puesto de moda en España el argumento de que una Constitución debería ser reformada, más o menos, cada vez que una generación de ciudadanos sucede a la anterior. De lo contrario, se piensa, la voluntad de los muertos gobernaría a los vivos, puesto que las reglas de la Constitución se aplicarían a unos ciudadanos que no la habrían votado nunca. A este argumento se le añade indefectiblemente el lustre de la cita de su primer mantenedor, nada menos que Thomas Jefferson, que fue redactor de la Declaración de Independencia y luego presidente de la república norteamericana.

Vale la pena hablar un poco del argumento en cuestión y, para ello, nada mejor que exponer más en detalle su génesis histórica.

En 1789 era Jefferson embajador en Francia, testigo interesadísimo de las ideas y los hechos asombrosos que allí ocurrían. El 6 de septiembre tomó la pluma para escribir a su paisano virginiano James Madison (también futuro presidente) y exponerle la idea que se le había ocurrido. En síntesis, la de que ninguna Constitución o ley fundamental debiera poseer un plazo de vigencia superior a 19 años, para evitar que una generación extendiese su voluntad sobre otra, como si una nación se impusiera a otra. ¿Por qué 19 años? Porque resultaba de las tablas de mortalidad de Buffon entonces al uso que cada 19 años la mitad de los votantes de un texto legal estarían ya muertos. Lo relevante no era la cifra, sino la idea de que, primero, aplicar una ley constitucional a quienes no la habían votado no era democrático y, segundo, que cada generación sucesiva debiera tener las manos libres para hacer su propia norma fundamental.

James Madison respondió a la carta el 4 de febrero de 1790 y detalló pormenorizadamente las muy importantes objeciones que le suscitaba la ocurrencia de su amigo. Son objeciones profundas, que merecen crédito para cualquiera que fíe más en las instituciones políticas democráticas que en el espontaneísmo de la voluntad popular momentánea. Oigámoslas.

En primer lugar, Madison critica el reduccionismo simplista de Jefferson: las generaciones no son en la realidad entidades discretas que se renuevan en bloque cada cierto número de años (sean 19 o 38). Cada día llegan a la mayoría de edad unos cuantos ciudadanos que no han votado la Constitución, luego, si queremos ser demócratas ‘à la Jefferson’, habría que relegitimar la Constitución cada día con una nueva votación. Lo cual es absurdo, claro está, pero el absurdo no nace tanto del hecho temporal en sí mismo como de la idea errónea de Jefferson de creer que la única forma de legitimar un régimen de gobierno es el consentimiento expreso y actual de los ciudadanos.

Para Madison es evidente, por el contrario, que hay reglas e instituciones políticas (las instituciones no son al final sino un conjunto de reglas) que están legitimadas por sí mismas por mucho que las hayamos heredado ya construidas del pasado. No es preciso un nuevo consentimiento por cada nuevo ciudadano, porque son algo así como las ‘reglas del juego’, sin las cuales no se podría ni siquiera empezar a practicar ese juego que es la democracia. ¿O es que vamos a poner a discusión cada generación si vale o no la regla de la mayoría para tomar decisiones vinculantes?

Afirmaba Jefferson que cada generación es dueña de la tierra que habita y que la usa como quiere, sin que sus predecesores puedan imponerle cargas o ataduras. Igual que usa de las instituciones. Ante esta idea se asombra Madison (como se asombrará Burke en el Reino Unido, o se rebelará Abraham Lincoln una generación más tarde): ¿es que no existe la solidaridad intergeneracional, es que un sistema político creado con esfuerzo por nuestros padres puede ser gastado al antojo por cualquier nuevo usuario? ¿No se heredan las cargas y obligaciones con la propiedad? ¿Y no tenemos los de hoy, también, obligaciones para con las futuras generaciones?

Pero hay más: en la idea de Jefferson hay algo sumamente perturbador para un político pragmático como Madison: y es que le resulta asombroso que un político razonable pueda ver algo provechoso en poner un término temporal fijo a las instituciones, de manera que, cada cierto tiempo, todo deba ser objeto de nuevo de discusión, de consenso o de disenso. ¿Podría sobrevivir un régimen político en el que las diversas facciones supieran que cada cierto tiempo se puede reiniciar la discusión sobre todos sus componentes? ¿O estaría condenado a la inestabilidad y a la transitoriedad permanente? Cambiar la Constitución es un momento de riesgo para todo sistema político, así que hacerlo por sistema con cada generación es tanto como entregarse al placer de ‘vivere pericolosamente’. Una idea bonita, una idea… abominable.

A Jefferson no se le hizo ningún caso en su país: Estados Unidos mantiene hoy (con mínimas reformas) la Constitución de 1787. No la ha cambiado cada generación. En España, aun sin saberlo, hemos sido en cambio jeffersonianos de pro, de manera que desde el Estatuto de Bayona de 1807 hemos tenido diez Constituciones (once contando las Leyes Fundamentales), lo que cumple a la perfección el criterio del hacendado de Monticello: una cada 20 años. Aunque lo superan en Francia: una cada 13 años. ¿Y a qué país le ha ido mejor en términos de estabilidad institucional democrática?

Que las leyes, aunque sean la propia Constitución, hay que reformarlas cuando las circunstancias lo exigen es algo tan obvio que no merece comentarlo. Que cada generación pueda y deba, por el solo mérito de haber nacido, revisarla y reformarla es una estupidez peligrosa. Madison era demasiado educado para decírselo así a Jefferson, pero esa era su opinión de fondo. Creo yo.

J. M. RUIZ SOROA, EL CORREO 29/12/13