Manuel Montero-El Correo

  • Fue producto del miedo, el sentimiento que más arraiga para no quedar de cobarde

Al País Vasco del periodo del terror le caracterizó el silencio político, que resultó general salvo para quienes, vociferantes, apoyaban a ETA. Fue la época de supremacía social del terrorismo, cuando lo condicionaba todo. Dominó un silencio voraz, áspero, una especie de humo lacerante que penetraba en todos los intersticios sociales. Funcionó como una herramienta de poder de quienes propagaban la idea de la inminente y violenta revolución nacional y fue uno de los efectos del miedo.

El silencio acompañó al terror desde su comienzo, pero se intensificó cuando llegó y se fue consolidando la democracia. Nadie decía nada, sobre todo en los primeros tiempos. No lo hacía porque se atribuyó a ETA un oscuro y misterioso poder. Lo consiguió por su aparente omnipresencia, su crueldad de aire justiciero y la agresividad de sus apoyos, que se adjudicaban el monopolio de la verdad y de la autenticidad. Es imposible razonar con un pistolero y con su cómplice.

Mejor callar.

Incluso las víctimas guardaban silencio, por vergüenza y para no extender su aislamiento.

Quizás nadie se sienta culpable de aquel fenómeno brutal, haya quienes lo consideren anecdótico o lo den por bueno, porque son cosas que pasan o por considerarlo un estado natural de la sociedad -los aspirantes a dictadores anhelan siempre monopolizar el discurso, quieren el discurso único-. Sin embargo, sus efectos fueron graves. Sucede, no obstante, que la vida pública se desarrolla a través de la palabra, por lo que el silencio se convirtió no sólo en una tara social sino en un problema político, aunque no se percibió como tal, pues favoreció el logro de las aspiraciones nacionalistas.

El nacimiento de nuestro sistema democrático y autonómico estuvo así marcado decisivamente por coacciones oscuras. Hubo quienes tuvieron que abstenerse de participar en esos momentos fundacionales, o abandonaron sus reivindicaciones. Enfrente, estaban quienes buscaban poder e influencia mediante la amenaza.

El silencio hizo cómplices, conforme a la dinámica que explicaba Niemöller: «Primero vinieron por los comunistas y guardé silencio…». El silencio quiso decir en el País Vasco ignorar socialmente los crímenes e implicó una responsabilidad moral: mirar hacia otro lado, callar, fue una lamentable opción ética.

El terror se extendía socialmente por la presión violenta y la coacción callejera, pero estuvieron también quienes pensaron que a lo mejor tiros y bombas servían para conseguir mayor tajada, pues la democracia les era sólo instrumental y querían un sistema político que permitiera transformar la identidad de los ciudadanos, por vía educativa, medios de comunicación y ventajas para quienes adaptaran sus formas culturales y políticas.

Todo con nosotros, nada sin: esa ilusión explica el silencio profundo, pero ‘aprovechategui’, de los llamados a gestionar la patria. Creyeron que defendían lo suyo. El silencio los asfixió moralmente, pero supusieron que en la nueva época los vascos ya no necesitarían moral, sólo voluntad e identidad. Imaginaron que los asesinos eran de los suyos.

Al final, ese silencio pringoso embadurnó la sociedad. La mayoría de los ciudadanos se refugió en los márgenes, en los espacios normalmente reservados a los transeúntes, a los viajantes de paso, donde la conversación gira sobre el tiempo, el último partido de fútbol y las expectativas de la cosecha.

«Quien calla, otorga»: el refrán se convirtió en un axioma fundacional de nuestra época.

El silencio no era una expresión de libertad, nunca lo es. Hubo silencio porque ganaba el amedrantamiento a veces vociferante, otras sinuoso. Vivíamos rodeados de asesinos, sus cómplices y fanáticos amenazantes. Hablaban de liberarnos, pero aquella liberación tenía un rostro feo, dominado por el odio y afán destructivo, de los que quedan secuelas.

Quizás el mundo del silencio fue de convicciones tenues, vaporosas, pero en todo caso quedaban en el ámbito de la intimidad. Una opinión que sólo lo es para uno mismo, que no se difunde, no pasa de ser un soliloquio sin fuste, sin basamento, una ocurrencia que se diluye.

Las seguridades las aportaban los vociferantes, pese al aire matonil de aquellos sujetos y su incapacidad de raciocinio argumental. Su prepotencia invadía muchos ámbitos sociales. Lograban la hegemonía mediante la repetición de un discurso monótono, hecho de intimidaciones y de lugares comunes, que nadie osaba discutir.

El silencio fue producto del miedo, que es el sentimiento que socialmente suele crecer con más fuerza y que arraiga con más intensidad, aunque se quiera ocultar, por no quedar como un cobarde. ¿De los silencios de entonces se derivan los actuales? Al fin y al cabo, hoy se da pábulo a los griteríos de aquella época y se exige el silencio a los que callaron porque tuvieron que callar. O se les afea su opinión.