Manuel Montero-EL Correo

  • La omertá cubrió como un manto uno de los hechos más deleznables de la Transición: la liquidación del centro-derecha

Durante la Transición una espesa capa de silencio, impenetrable, anegó el País Vasco. El silencio, lacerante, pervivió durante décadas, llenando los intersticios de la vida social. Desgarró la democracia en el País Vasco e hizo trizas las convicciones éticas, pues, aunque no se hablaba de ello, el silencio encubría la pregunta que lo inundaba todo, si cabe admitir el asesinato. La respuesta, también silenciosa, admitía la condena de muerte por sentencia arbitraria del asesino. No hablar, callar, mirar hacia otro lado, equidistar, no responder si casualmente a alguien se le escapa una crítica, hablar de otra cosa, de fútbol, por ejemplo, pero también de las tradiciones, del idioma, de la identidad, de los que vienen de fuera… El silencio adquirió muchas formas y ninguna fue inocente.

El silencio tuvo muchas causas: el miedo, la difusión de una moral inhumana, la proliferación de ideologías ventajistas que iban a lo suyo, el ‘ande yo caliente y ríase la gente’, el imaginario que escindía la sociedad en enemigos y la cuadrilla que te acoge mientras callas…

Pero jugó un papel crucial la omertá, ese silencio mafioso que protege al delincuente y su organización. Suele funcionar por miedo o por solidaridad grupal con los asesinos. En la omertá vasca hubo algo de ambas cosas, pero resultó decisiva la presión de la izquierda abertzale que impuso como máximo pecado social el del «txibato»: era la peor acusación posible. Una pintada que incluyera un nombre con el calificativo de «txibato» equivalía a una amenaza de muerte y aseguraba el aislamiento social. La omertá se propagó por toda la sociedad vasca, creando un silencio que la hizo cómplice de los criminales, pues les dio impunidad. Nadie denunciaría nunca nada. No siempre la omertá se justificaba por los lazos familiares o grupales que aseguraban beneficios propios y protección al clan. Se difundió como una exigencia moral, según la cual era siempre éticamente condenable algún tipo de denuncia o advertencia. Así que la omertá fue bendecida socialmente y el silencio cómplice quedó santificado en una peregrina inversión de valores. La omertá fue compatible con las delaciones que practicaban los próximos a la cosa nostra, detectando enemigos del pueblo vasco, inventando, estigmatizando al diferente, si no compartía los valores identitarios a desarrollar.

Como fueron los años de la construcción de Euskadi, esta se produjo en medio de un silencio ensordecedor. La democracia se creó entre elipsis, no se hablaba de lo más importante (lo era el acoso terrorista, más que el estatus del euskera o el Concierto Económico).

El silencio cubrió como un manto uno de los hechos más deleznables de la Transición: la liquidación del centro-derecha en el País Vasco. Nadie rechistó. La peor muestra del efecto brutal del silencio social y de su capacidad de alterar las percepciones humanas fue la indolencia de los partidos que se decían democráticos, que contemplaron la desaparición de sus antagonistas con pasividad (no vamos a decir complacencia), como un hecho político más, dándolo por bueno, sin lamentos públicos por tal déficit democrático: la memoria de este silencio lacerante avergüenza. El silencio sirvió así para construir una democracia negligente y reaccionaria, sin igualdad ni libertad para todos, y con privilegios para unos ciudadanos y discriminación con otros. ¿Cómo movimientos democráticos como el nacionalismo moderado y el socialismo dieron por buena esta brutal alteración de la democracia? ¿El silencio ambiental les trastocó los conceptos políticos? ¿Les gustaba tener menos competidores? ¿O, peor, creían que la democracia era solo para antifranquistas, por lo que su silencio era aquiescencia?

El silencio no fue inocente.

Uno de los efectos del silencio fue la normalización de la amenaza. Había amenazas individuales, profesionales, corporativas… Aunque no se quiera recordar, se vivió la amenaza contra una sociedad amordazada por matones, una sociedad que tenía que tomar precauciones para no irritarles. Lo extraño es que en esta sociedad silenciada quienes ejercían la tiranía, unos truhanes ideológicos, se sentían los héroes, la representación auténtica de la sociedad vasca. No se han bajado de ese pedestal mayestático.

Hoy no hay silencio, pero no pasan de susurros las voces que reclaman condenar aquel terror, en voz alta y sin ambages. Pueden los que llaman al silencio, los que añoran que caiga definitivamente el manto del olvido sobre aquella época, como si no hubiese sucedido nunca. Se oye cómo jalean al terrorista, pero entienden que estos vítores no empañan el silencio exculpatorio. Al contrario: algunos aspiran a que los asesinos sean considerados héroes. Los nuevos tiempos tienen herencias de los viejos tiempos.