ABC 10/06/13
JUAN VAN-HALEN, ACADÉMICO CORRESPONDIENTE DE LA REAL ACADEMIA DE LA HISTORIA
Es denigrante que siglos después sigamos preguntándonos qué es España. Esa pregunta no se la hacen, por ejemplo, en Italia o en Alemania, que accedieron mucho más tarde a su unidad nacional. Sabemos bien qué es España y qué es Cataluña como parte de ella
EL 25 de noviembre de 1984 coloqué al frente de una página de ABC el título «¿Qué es España?». Casi tres décadas después la situación que motivó aquella vieja reflexión está más envenenada y es más desafiante. Escribí entonces que esa pregunta está resuelta por la Historia. España no es un capricho artificial y esa interrogación sólo se plantea en etapas de la Nación que algunos entienden como de debilidad y decadencia, cuando se escudriña la realidad desde la revancha, el interés económico o el oportunismo rampante. Es un río que fluye desde el derrotismo egoísta, que latió ya en el siglo XVI en Flandes, discurrió en el derrumbamiento de los virreinatos ultramarinos en las primeras décadas del XIX y desembocó en el triste mar de la catástrofe del 98.
Los despropósitos independentistas llegan ahora con un cínico disfraz de supuestas exigencias democráticas, y la capacidad de respuesta nunca había quedado, al menos aparentemente, tan desdibujada. Episodios graves como los emprendidos por Francesc Macià en 1926 con el proyecto de intentona armada de Prats-de-Molló y la proclamación de la República Catalana en 1931, y por Lluís Companys con el golpe de Estado de 1934 que proclamó el Estado Catalán, supusieron claros retrocesos históricos para Cataluña, ahondaron brechas con el resto de España, pero tuvieron respuesta. En 1926, con el procesamiento en Francia de Macià y los suyos; en 1931, con una rectificación; y en 1934, a las bravas. Tras sofocar el Ejército la rebelión de Companys, al mando del general Batet, nada sospechoso de derechismo, que sería fusilado en 1937 en Burgos por no haberse sumado al alzamiento militar de 1936, ingresaron en la cárcel el presidente de la Generalitat y su Gobierno, y las Cortes de la República decidieron la suspensión de la autonomía. La Generalitat sólo fue repuesta en sus funciones, y su presidente rehabilitado, tras el controvertido triunfo del Frente Popular en las elecciones del 16 de febrero de 1936.
En 1984, cuando apareció aquel viejo artículo, Jordi Pujol presidía la Generalitat desde 1980 s,ucediendo a Josep Tarradellas, uno de los fundadores de ERC, que había llegado al pragmatismo desde su larga experiencia en Cataluña y su exilio en Saint-Martin-le-Beau. El antiguo conseller en cap de Companys, con el que no acabó bien, entendía que Cataluña debía ser autocrítica, alejarse del victimismo y no culpar al Estado español de sus problemas. Tarradellas se lo trabajó, Pujol se lo encontró hecho, y Mas vive de aquellas rentas políticas. El «hecho histórico» no es el que protagoniza Mas con su inconstitucional «derecho a decidir», sino el que protagonizó Tarradellas al revivir la Generalitat, que como institución sólo permanecía en la nostalgia del exilio.
En estos tres decenios, el tiempo de gestación de dos generaciones, según Ortega, los independentistas catalanes se han ocupado de convertir su Historia en ficción e inocularla así a los niños y muchachos. Eso explica muchas cosas. No existió nunca el Reino de Cataluña ni una Corona Catalana-Aragonesa. Cataluña era una suma de condados a cuyo frente aparecía el conde de Barcelona. La unión de Barcelona y Aragón se produce cuando Petronila, hija de Ramiro II el Monje, rey de Aragón, contrae matrimonio en 1150 con Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, no rey de Cataluña. La reina fue Petronila, no rey su marido, que pasó a ser consorte de la reina. Se había iniciado una rama Aragón-Barcelona dentro de la Casa Real de Aragón, pero en sentido inverso al que nos presenta la Historia inventada. En esta línea, Alfonso II es, en 1164, titular de la Corona de Aragón, y así hasta Fernando el Católico, que con su esposa Isabel I de Castilla acomete la unidad nacional.
Otra falacia histórica es la transformación de la Guerra de Sucesión española en Guerra de Secesión que los independentistas se disponen a conmemorar el año próximo. Carod Rovira, hoy olvidado, anunció la celebración cuando era un mandamás: «Se trata de preparar la conmemoración del fin de la Guerra en 2014, y he elegido esta fecha porque hace trescientos años que Cataluña perdió el Estado, y ese sería buen momento para que Cataluña decida si lo quiere recuperar». Pero Cataluña nunca «perdió el Estado», de modo que no puede «recuperarlo», porque nunca lo tuvo. Ni aquella fue una guerra entre España y Cataluña.
A la muerte de Carlos II en 1700, la Guerra de Sucesión enfrentó en España y en otros escenarios europeos a los partidarios de dos pretendientes a la corona española: Felipe de Anjou y el archiduque Carlos de Habsburgo. La guerra se prolongó hasta 1713 y la ganó Felipe de Anjou, que reinaba con el nombre de Felipe V. En 1711 murió el Emperador José I de Habsburgo y fue llamado al trono imperial su hermano el archiduque Carlos, por lo que abandonó sus pretensiones sobre España. En 1713 se firmó el Tratado de Utrecht, en el que Barcelona, como integrada en el Reino de Aragón, era parte de la Monarquía. Firmada la paz, no había motivo ni derecho alguno que amparase el empecinamiento bélico de Barcelona. El último episodio de esa contienda, artificialmente prolongada por los tesoneros barceloneses, fue la toma de la ciudad el 11 de septiembre de 1714. No ha sido menos manipulado el papel que jugó entonces el conseller en cap de Barcelona Rafael Casanova, convertido en icono independentista. Antes de que la ciudad claudicara, Casanova distribuyó un Bando en el que confiando en que los barceloneses, «como verdaderos hijos de la Patria», derramaran «gloriosamente su sangre y su vida por su rey (se refería al pretendiente archiduque Carlos, que ya no optaba a la corona), por su honor, por la Patria y por la libertad de España». Casanova fue perdonado por Felipe V y murió a los 83 años de edad en su pueblo natal, Sant Boi de Llobregat.
Fernando el Católico aseguró a Francesco Guicciardini, el joven y hábil embajador florentino, que «la Nación sólo puede hacer grandes cosas si se mantiene unida y en orden». Es denigrante que siglos después sigamos preguntándonos qué es España. Esa pregunta no se la hacen, por ejemplo, en Italia o en Alemania, que accedieron mucho más tarde a su unidad nacional. Sabemos bien qué es España y qué es Cataluña como parte de ella.