Gustavo Jalife-Vozpópuli
- La deriva totalitaria acelera a ritmo impensado hace algunos años y avanza sobre sectores antes invulnerables a sus encantos
«Los judíos son piojos. Causan tifus», anunciaba un cartel ubicuo en la Polonia ocupada por el nazismo. El maltrato dispensado por los líderes mundiales durante la pandemia recuerda el hostigamiento histórico a minorías no funcionales acusadas de provocar catástrofes producidas por los promotores de las persecuciones.
El 24 de abril de 1943, Heinrich Himmler pronunció un discurso ante una asamblea de oficiales de las SS: «Deshacerse de los piojos no es una cuestión ideológica. Es una cuestión de limpieza», afirmó. La sustitución de la palabra limpieza por la fórmula proteger al pueblo situa a las democracias liberales de Occidente en la perspectiva acertada y expone el horror en toda su magnitud. Debido a su vastedad, los confinamientos de los años 2020 y 2021 han sido una de las medidas más despóticas inscriptas en los registros del mundo libre.
En esta farsa trágica el diploma de honor debería recibirlo el cuerpo de elite de la burocracia australiana que se condujo a la altura de un régimen digno del nombre. En enero de 2022, Novak Djokovic, uno de los más destacados deportistas de todos los tiempos, intentó participar en el Abierto de Australia para defender el título obtenido la temporada anterior. No lo logró. Su visa fue cancelada y a continuación fue deportado de la antigua colonia penitenciaria. La razón: el tenista ejerció su derecho a no vacunarse. El caso recuerda, por oposición, al de Jesse Owens en los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936.
Owens dijo que no había sido Hitler sino Franklin Roosevelt quien le había faltado el respeto. “Fue nuestro presidente quien me ignoró. Ni siquiera me envió un telegrama”. En la ocasión, Owens confirmó que Hitler lo había saludado correctamente
El 3 de agosto de 1936 Owens ganó su primera medalla de oro en los 100 metros lisos. Desde Berlín, el periodista deportivo Paul Gallico escribió para el periódico Daily News: “Se percibía un estado de considerable excitación y ansiedad en el palco de prensa. Todo hacía suponer que alguna palabra o actitud discriminatoria podrían tener lugar en cuanto Owens se aproximara a recibir la medalla. Owens fue conducido hacia el palco en donde Hitler estaba sentado junto a Julius Streicher, editor del periódico Der Stürmer, conspicuo antisemita y defensor acérrimo de las políticas raciales del Tercer Reich. Muchos de los asistentes se levantaron sobre los bancos y otros se inclinaron sobre las barandillas para tener una mejor visión del encuentro. Contrariando todas las expectativas, Owens se apostó debajo del palco de honor, sonrió e hizo una reverencia. Hitler, devolvió el gesto amistoso apelando al clásico saludo nazi realizado con el brazo flexionado. A Owens no pareció importarle el alboroto. Tenía el oro, la corona de olivo y la pequeña maceta con el roble que reciben todos los ganadores.”
Sin embargo, este capítulo de la historia universal de la infamia no se destaca por lo acontecido en Berlín sino por cómo se desarrolló pocas semanas después en Estados Unidos. Ante una audiencia de mil personas en Kansas City, Missouri, Owens dijo que no había sido Hitler sino Franklin Roosevelt quien le había faltado el respeto. “Fue nuestro presidente quien me ignoró. Ni siquiera me envió un telegrama”. En la ocasión, Owens confirmó que Hitler lo había saludado correctamente. El desaire de Roosevelt habría sido motivado por un interés partidista y electoral.
Solo los atletas blancos fueron invitados a la Casa Blanca en 1936. Se han ofrecido varias explicaciones para entender la conducta del presidente. Quizás, Roosevelt no estuvo dispuesto a correr el riesgo de perder apoyo partidario si se mostraba demasiado blando con la cuestión racial
De acuerdo a Gallico, Roosevelt nunca reconoció públicamente los triunfos de Owens ni los de ninguno de los dieciocho afroamericanos que compitieron en los Juegos Olímpicos de Berlín. Solo los atletas blancos fueron invitados a la Casa Blanca en 1936. Se han ofrecido varias explicaciones para entender la conducta del presidente. Quizás, se especula, Roosevelt no estuvo dispuesto a correr el riesgo de perder apoyo partidario si se mostraba demasiado blando con la cuestión racial. Hacia fines del siglo XIX, luego de recuperar el poder político en los estados del Sur, miembros del partido demócrata se contaron entre los impulsores de las leyes conocidas como Jim Crow, corpus legislativo que segregaba a la población negra y a otros grupos étnicos minoritarios.
De regreso a Djokovic con una guinda en el pastel. Scott Morrison, primer ministro australiano, elogió la deportación porque de ese modo se mantenían las fronteras seguras y a los australianos a salvo. Morrison, por entonces líder del Partido Liberal de Australia, dedicó al episodio una línea que lo ubicó, para siempre, entre los más ilustres pensadores de la galaxia: “Las reglas son las reglas”, ensayó temerario. Sin Novak Djokovic en su interior, Australia se convirtió en el lugar más seguro del planeta.
Sarcasmos al márgen, el escándalo demostró, nuevamente, cómo las grandes democracias de occidente son succionadas por un vigoroso vórtice totalitario. La pandemia fue la herramienta utilizada para fortalecer el control social, alfa y omega del consorcio formado por gobiernos y grandes medios de comunicación. Individuos como Djokovic son percibidos como una amenaza para la supremacía hegemónica de las burocracias de Estado, no para la salud pública, como afirman las autoridades. La oligocracia prohibe todo lo que no entiende en una época que entiende aún menos. En la era de la información global en tiempo real pretenden anular a una celebridad mundial escribiendo su nombre en una libreta negra. Nada nuevo, por cierto, pero durante la pandemia la simulación se vio a plena luz y con todos sus colores.
Nada importan las coloridas camisetas estampadas con los rostros del Che Guevara o Winston Churchill, ni las almas ingenuas que las lucen orgullosas. Para la mentalidad del burócrata de carrera las cosas deben hacerse de un solo modo: el modo del régimen.
Que se acallen, pues, los tambores y se suspendan las inútiles manifestaciones, vaca sagrada del proselitismo mercachifle y entretenimiento favorito del déspota de turno. Los modernos líderes políticos no son ni una cosa ni la otra. En todo caso, están sólo por y para ellos mismos. Nada importan las coloridas camisetas estampadas con los rostros del Che Guevara o Winston Churchill, ni las almas ingenuas que las lucen orgullosas. Para la mentalidad del burócrata de carrera las cosas deben hacerse de un solo modo: el modo del régimen.
La deriva totalitaria acelera a ritmo impensado hace algunos años y avanza sobre sectores antes invulnerables a sus encantos. Personas autoproclamadas liberales callan cuando alguien ajeno a su universo de preferencias es fulminado por haber pronunciado en la extinta santidad de la vida privada líneas no aprobadas por el manual de buena conducta. Para el colectivismo la individualidad es anatema flagrante y quien piensa por sí mismo una amenaza que debe ser exterminada.
El valor de la noasalgia
El antiguo régimen tiene todo el pasado por delante. La educación formal ya puede considerarse una especie desaparecida. En pocos años será otra curiosidad en el Museo del Universo Análogo. Progresivamente, su lugar es ocupado por la información de pésima calidad que configura las redes sociales. En la era digital, la política genuina respira a través de vastos y heterogéneos fraccionamientos. Rehén de la implacable inercia, la partidocracia resiste los cambios y reivindica el valor de la nostalgia. En el amanecer de la nueva era las antiguas prácticas y costumbres han quedado reducidas a baratijas que huelen a recuerdos de un mundo perdido.