El 9 de mayo de 1945 es para muchos pueblos europeos el principio de una peor pesadilla que la ocupación alemana, porque la rusa pretendía ser eterna con la aquiescencia de las democracias occidentales. Si en Francia se han abierto fisuras en la gran mentira sobre su papel en la guerra, en Rusia se ha puesto rumbo de retorno a la mentira total.
El mundo entero recuerda estos días uno de los acontecimientos más decisivos para la humanidad: la derrota final y el hundimiento del III Reich, el Estado nacionalsocialista que desencadenó la guerra más terrible habida entre humanos e inventó la industria moderna del crimen para exterminar a un pueblo, el judío. Cincuenta millones de muertos, gran parte de Europa en escombros y la milenaria cultura judía desaparecida de la faz de Europa fueron el resultado inmediato de esa peste parda del odio y la arrogancia que intoxicó a una nación hasta convencerla de que toda otra identidad era inferior a ella, y ella dueña de las vidas del resto de la humanidad.
El día 9 de mayo, ayer, no era sólo el 60 aniversario de la firma de rendición en Berlín, después de la de Reims un día antes. Era también el bicentenario de la muerte de Friedrich Schiller, uno de los dioses de las letras alemanas. Poeta y dramaturgo romántico, idealista de la nación cultural sublime, pero también del caudillo trágico como su «Wallenstein», fue rápidamente adoptado, igual que el poeta Hölderlin, como escritor favorito del nazismo.
Weimar, donde Schiller y Goethe convivieron hasta la muerte del primero, se convirtió pronto en ciudad favorita de reuniones nazis en las que se gritaba sin cesar «Nos cagamos en la república judía de Weimar». Cuando los nazis llegaron al poder, Hitler iba muy a menudo a Weimar y se alojaba en el hotel Der Elephant, desde cuyo balcón arengaba a las masas.
La ciudad que había dado nombre a la república democrática fue una de las más nazis desde muy pronto y junto a ella se construyó el campo de concentración de Buchenwald. Mucho se ha especulado sobre la influencia del idealismo alemán, del movimiento Sturm und Drang (Asalto y empuje), sobre el pensamiento nazi. Schiller, cuyas baladas se sabían hasta los niños campesinos alemanes antes de la guerra, fue secuestrado por el nazismo, que buscaba un superhombre que nada tenía que ver con el hombre excelso con el que soñaba el poeta.
El hecho es que la ilustración alemana nada pudo hacer contra el ascenso del nazismo que, una vez en el poder, captó por conversión o por cobardía a la burguesía culta y a las élites. De la desaparición de éstas, por complicidad con el crimen o descrédito por no oponerse al mismo, sufre aún la Alemania actual. Sin referentes sociales de excelencia, es una sociedad gris en la que ni individuos, ni gremios ni instituciones quieren asumir sacrificios, y todos son expertos en ventajismos. En eso se han estrellado todos los intentos de reforma. Pero un logro fundamental no se lo puede negar nadie. Es plenamente consciente de cómo se torció la historia desde Schiller hasta Hitler. Ningún país del mundo ha escarbado tanto en sus propios horrores como ellos. Ni ha sido, al menos desde los setenta, tan honesto al convertir la verdad histórica en la base de su democracia.
En Rusia mientras tanto, Borís Grislov, el presidente del Parlamento, un títere de Putin, califica a Stalin como «un hombre extraordinario», «caudillo de la patria que hizo mucho por el país», aunque hubiera «excesos en la política interna». Y en calles de Moscú se veían carteles que daban vivas al Ejército Rojo por haber «liberado» el Báltico, Crimea -de donde Stalin deportó a los tártaros- y Ucrania, donde el miedo al bolchevique llevo a centenares de miles de ucranianos a luchar codo a codo con los alemanes.
El 9 de mayo de 1945 es para muchos pueblos europeos el principio de una peor pesadilla que la ocupación alemana, porque la rusa pretendía ser eterna con la aquiescencia de las democracias occidentales. Para colmar el vaso del insulto se acaba de inaugurar un monumento en el que aparecen como heroicos guerreros contra el nazismo un soldado soviético, uno británico, uno americano y uno francés. Los polacos, que sí lucharon contra los alemanes, crujen de ira ante la presencia del francés. Como le sucedió al general Jodl cuando fue a firmar la capitulación. Preguntó asombrado: «Y los franceses, ¿qué hacen aquí?». En todo caso, si en Francia se han abierto fisuras en la gran mentira sobre su papel en la guerra, en Rusia se ha puesto rumbo de retorno a la mentira total.
Hermann Tertsch, EL PAÍS, 10/5/2005