- Nadie pagó seriamente por aquellas vidas. Se corrió el velo con rapidez. Y siguió la fiesta
Todo en «Alcalá 20» era mentira: terciopelos cuya cochambre daba cuenta de esplendores de medio siglo antes, muebles encantadoramente desvencijados, balcones y pasarelas que vieron destellar falsos espejuelos en la ciudad oscura que habíamos dejado atrás. En el inicio de los años ochenta, arrellanarse en sus pringosos sofás granate, para escuchar a un efímero grupo pop cuyo nombre olvidaríamos a la semana siguiente, tenía algo de muy poética venganza. Rockeros de lo más clásico, primorosos punkis de diseño, innúmeras variedades de monadas pop jugando a vampiresas de la Hammer, tomaban posesión de aquel añoso milagro preservado en su urna de telarañas a cuatro pasos de la Puerta del Sol.
Y el viejo «Lido», festivo lugar de encuentro de petimetres noctámbulos y coristas del «Alcázar», fue transubstanciado en «Alcalá 20», reino efímero de una horda de gentes lo bastante jóvenes y lo bastante ingenuas como para creerse de verdad estar reinventando el mundo. Era divertido. Pero nada era allí nuevo. Salvo los rostros y atuendos de sus moradores. Las cortinas polvorientas, los desvencijados sillones, los cables deshilachados de la instalación eléctrica, los atrezos de papel y madera amontonados de cualquier modo, las laberínticas escaleras de tan difícil acceso…, todo era una incitación explícita a la gran hoguera de San Juan en la cual hacer cenizas de un mundo ido. Y nadie se tomó la maldita molestia de decir lo que cualquiera que abriera los ojos veía: que ni en la aldea centroafricana más dejada de la mano de Dios habría una autoridad civil que permitiera funcionar, noche tras noche, aquella bomba incendiaria de relojería.
Y la bomba estalló. No podía suceder de otra manera. El timbre del teléfono –feliz época en la que no existían móviles– me sacó del sueño esa mañana muy temprano. Era la voz de un amigo con el que había estado en aquel simpático antro un par de noches antes. Las mismas llamadas telefónicas se estaban produciendo en las casas de tantos de los de mi edad. Y, quizás más, en las de los más jóvenes. «Alcalá 20» era una hoguera. Los amigos hacían recuento de los amigos. De vez en cuando, alguno no respondía. Los cadáveres calcinados fueron, al final, 82. La destrucción, completa. De algún modo, lo más terrible es que a ninguno de los que lo frecuentábamos nos sorprendió.
Nadie pagó seriamente por aquellas vidas. Ni los empresarios que se habían enriquecido sin invertir un céntimo en la seguridad de sus clientes y que mantenían enrejadas con candados las salidas de emergencia de la sala, ni las autoridades gubernativas que jamás se molestaron en interferir la puesta en marcha de aquella tan previsible ratonera. Se corrió el velo con rapidez. Y siguió la fiesta. La «movida» estaba en su apogeo y había demasiado dinero en juego como para ponerle obstáculos o exigirle exquisiteces reglamentarias. Siguió la fiesta. Y el dinero rápido. Pero el tiempo de la inocencia había terminado. Hizo ayer cuarenta años.