Editorial EL CORREO 11/11/12
Las instituciones vascas no pueden brindar a las víctimas menos reconocimiento que el que recibieron ayer.
El Día de la Memoria, instituido hace dos años en recuerdo de las víctimas del terrorismo, se conmemoró ayer con diversos actos cuya naturaleza simbólica no pudo suplir las ausencias ni la insuficiencia del homenaje que merecen quienes vieron cómo su vida les era arrebatada o su integridad cercenada para así amedrentar al conjunto de la sociedad.
El recordatorio de ayer es ese mínimo por debajo del cual las instituciones deberían abstenerse de protagonizar una jornada que solo puede responder a su propósito inicial si es verdaderamente sentida y suscita una digna participación. Dentro de un año las víctimas de la violencia terrorista no pueden ser acreedoras a menos de lo que la Euskadi institucional les brindó ayer. La desazón de sus deudos es grande cuando su padecimiento se diluye entre el reconocimiento tardío y protocolizado, el silencio amnésico y, sobre todo, la pretensión de soslayar los hechos más crueles de la historia reciente de nuestro país para referirse a ellos como si se tratase de los daños colaterales de un conflicto histórico aún pendiente de solución.
En las últimas décadas ha habido en Euskadi distintas violencias y distintas víctimas de la utilización de la fuerza asesina frente a la razón democrática que trataba de abrirse camino contra la barbarie. Pero por eso mismo el lenguaje de la convivencia debería desterrar las menciones a «todas las violencias» y a «todas las víctimas», puesto que las personas a las que ayer se les ofrendaron flores no se mataron entre sí sino que fueron asesinadas por un grupúsculo minoritario.
En este sentido, las víctimas de ETA no requieren ocupar el sitio principal del homenaje solo porque sean infinitamente más que aquellas que cayeron abatidas por el GAL y otras tramas. Deben ocupar un lugar predominante en la memoria colectiva porque su muerte fue jaleada públicamente y vindicada con toda clase de justificaciones, y porque quienes cometieron más de ochocientas atrocidades mortales continúan negándose a admitir el mal causado. Por eso mismo el recuerdo de las víctimas es –como ayer señaló el lehendakari López– baluarte de la libertad y de los valores democráticos. La verdad histórica de lo que les ocurrió y su esclarecimiento judicial no pueden ser moneda de cambio de la especulación política ni pasto del olvido en una sociedad tentada a obviar lo ocurrido con el argumento de que ya sabemos que pasó.
Editorial EL CORREO 11/11/12