En un país que distribuye la propiedad de sus muertos con enfermiza sutileza –los de ETA son tuyos, los de Franco son míos, las del machismo más nuestras, los de la yihad más vuestros, y así– siempre resultará oportuno un minuto de silencio compartido. Antes de comenzar la última sesión de control del curso, todas sus señorías –menos los partidarios del crimen, claro: Bildu se ausentó– se pusieron en pie y la liturgia del grito silencioso por la memoria de Miguel Ángel Blanco se cargó de sentido. ¿Tan difícil es coincidir en el mero bando de la decencia con ese al que te han enseñado a odiar, españolito que vienes al mundo?
Pero el político no debe permitir que la concordia devore su alma, así que enseguida arrancó el santo teatro de la confrontación. Doña Robles, que va puliendo su estilo Rottenmeier, incurrió en la ingenuidad de pedir opinión a Rajoy. Qué le parece que el Congreso repruebe ministros y que el TC los desautorice. Es como preguntar a Froome por el caso Puerto: oiga, a mí que me cuenta, ni que fuera ciclista. «El presidente nombra ministros y disuelve las Cortes», respondió don Mariano. Para algo que puedo hacer sin consenso no me toques la barba, Margarita.
El presidente afronta el verano con optimismo. Tiene el techo de gasto atado en Madrid y el techo del chiringuito esperándole en Sanxenxo. Pero el desahogo le aflora entero cuando debate con Iglesias, quien le pidió que cuantificara la corrupción. Para corrupción la de Venezuela, replicó Rajoy sin complicarse, de la que Podemos no dice nada porque está a sueldo. Esto no es exacto, porque Garzón o Monedero hablan paladinamente a favor de Maduro. Un Luis Fonsi metido a cronista diría viéndoles que uno es el metal y el otro es el imán: la pinza magnética de la bipolaridad. Canción del mandato, más que del verano. Entonces intentó terciar Rivera con una pregunta sobre los autónomos, y fue abucheado. Lógico: cuando dos parroquianos se están sacudiendo en mitad del bar, solo a un aguafiestas se le ocurre preocuparse de quién paga la cuenta.
La mañana desgranaba despacito los instantes de la basura del periodo de sesiones. Los entrenadores concedieron minutos a la cantera, como un diputado morado que se quedó en blanco, y luego rojo, y tuvo que sacarle del apuro Catalá con su respuesta. Pero lo peor fue el polo rosa palo del interpelante (aliteración), más propio de un pijo de Boadilla que de un ariete de la lucha de clases. Por parte del PSOE, no sabemos si por estrategia de género o casualidad, intervino media docena de diputadas. Adriana Lastra, por ejemplo, exhibe soltura y carácter; sería formidable que perteneciera a un partido decidido a hacer oposición y condicionar la acción legislativa del Gobierno, en vez de renunciar a la tarima por salir al patio para jugar a las sillas con el populismo. Ione Belarra, mano derecha de Irene Montero, trató de achacar el incendio de Doñana a la negligencia del PP; cuando pretendió imputarle también el aumento de la temperatura terrestre, la ministra Tejerina desplegó su elegancia letal: «Supongo que usted sabe que los efectos del cambio climático son globales…».
La diputada Castañón, de Podemos, abrochó la temporada parlamentaria con un alarde insólito: «No quiero que nadie llegue a los 30 años como yo: sin saber quién era Clara Campoamor». Yo esta confesión no la puedo superar. Está más allá de la sátira. Feliz verano, señorías. Y en la playa reflexionen sobre su deber, que es el de honrar a los muertos pero representar a los vivos.