Puigdemont le tiene prometido a Sánchez una somanta si no le hace ‘president’. Un calvario de legislatura. El juez Peinado tampoco le ofrece un horizonte tranquilo. Por todas partes le llueven como panes
Sin ‘h’ es la playa donde mataron a Pasolini. Con ‘h’, la pillada al ministro Urtasun (o el paripé), luego de la trastada de Junts. «Una hostia al Gobierno», dijo el ministro de Cultura yoli a un diputado culiparlante de ERC, antes opinador en La Vanguardia, antes ‘española‘. Puigdemont acababa de tumbar el techo de gasto y a Emejota Montero se le vino el cielo encima. Era la respuesta del prófugo a la visita de Sánchez a Barcelona, a las fotitos con petit Aragonés, a sus carantoñas ocultas con Marta Rovira. En el palacete de Waterloo no gustan de las parejas abiertas ni de los cuernos. Ya lo advirtieron cuando la negociación de la amnistía: «Os haré sudar (no sic) sangre».
Ahora, para adaptar las amenazas al actual guion, las admoniciones del forajido se concretan en que «esto va a ir de hostia en hostia», tal como publicaba El Mundo. Expresión que sin duda habrá molestado al núcleo original de los postconvergentes, los ancestros de Junts. El pujolismo siempre fue beatón y frailuno, de mosén y moreneta. Marta Ferrusola, en Gloria esté, que oficiaba de ‘madre superiora’ de la banda, detestaba las blasfemias y las ofensas impías. Ladrones, sí. Corsarios, como pocos. Pero la familia pujolista no aceptaba que alguien osara mancillar las paredes del templo con injurias o imprecaciones contra lo sagrado. «Franco era creyente y muy religioso», se le escuchó un día al virrey catalán sobre el caudillo. Los niños pujoles, entre viajes a Andorra con bolsones de duros a reventar y escapadas secretas a la banca de Ginebra, también frecuentaban la parroquia, y se casaron por la Iglesia.
El presidente del Gobierno peregrinó a humillarse ante Aragonés, que ya no es nadie ni en su pueblo, para atar lo de Illa en la Generalitat y validar así su ‘política de la distensión’ en torno a la que ha girado todo el trampantojo anticonstitucional de la Ley de Amnistía
Puigdemont ni siquiera tiene capilla en Waterloo. Es un descreído. Su ídolo es Companys, menos inclinado a compartir creencias con la grey católica que a ordenar que la pasaran por la piedra. Antes de proclamar la independencia, se apioló a miles de religiosos sin encomendarse a Sant Jordi. Esas actitudes repugnaban a Pujol, tan de derechas, tan de orden. Detestaba tanto a ERC -donde milita el abacial Junqueras– que fundó su propio partido, quizás para llevárselo crudo él solito.
«Repartir hostias es lo más rentable en política», reconocía en reciente entrevista Begoña Villacís, ya centrada en la vida civil. A Sánchez le han sacudido una bien sonora esta semana en el Congreso. Y Puigdemont le anuncia más. Una tras otra. Un largo rosario de trompadas y tormentos. Es la política de ‘la gota malaya‘ de la que hablaba Maragall. Si pacta con ERC el sillón de Illa, su legislatura será un calvario. Y si no lo logra, toda su política de la pacificación, la convivencia, de flors y violes, del fin del procés con el trampantojo de la Ley de Amnistía, se hundirá con estrépito. Sin gobernar en Cataluña, el sanchismo desaparece. Ya sólo allí lo votan, ya sólo allí se lo creen. Si la bolsa sona…
Puigdemont exige ser president. Sánchez se lo prometió. Y no va a ceder. Aunque le entreguen ‘la caja y la llave’ de los impuestos y aunque le prometan el referéndum y la Liga para el Barça. Y si no lo consigue, pues ‘hosti al Pere«, o sea, a Pedro. Sus siete escaños en el Congreso pueden convertirse en siete afiladas lanzas que se clavarán en el tercer espacio intercostal del Gobierno socialista en cada votación parlamentaria, en cada intento legislativo, en cada pretensión de gobernar. No es que a Sánchez le preocupe demasiado la gestión del país, ni la prosperidad de la gente. Pero en ese plan de sadismo desatado desde Junts, los próximos tres años pueden ser demasiado ‘longos’.
El País Vasco es una Nación, dirá el Estatuto. Hala, ya está. A lo que a su anfitrión, quizás algo estupefacto, se les escapará una expresión aborigen muy a tono con el libreto actual: «¡Ahí va la hostia, pues! ¡Qué majo este Kepa!».
En su oficio de buhonero menesteroso, que recorre regiones ‘históricas’ obsequiando su mercadería (que es la nuestra) a cambio de votos, también se ha desplazado a la otra caverna de la xenofobia nacional para verse con esa gente del PNV, menguante y declinante, también dada a venerar sotanas y a golpearse el pecho ante el santísimo diezmo.
En Vitoria, luego de apuntarse en un papel el nombre del nuevo lehendakari, jovencito ignoto con cara de auxiliar de cajero de la Kutxa, accedió a cuanto se le demanda. ¿Ertzaintza en el aeropuerto? Sea. ¿También en los puertos? Vale. ¿Más transferencias? Como estas: gestión del litoral, salvamento marítimo, meteorología, fondos para la cinematografía con txapela, gestión del régimen económico de la Seguridad Social… ¿Algo más? «Culminación del Estatut«, le dirá ese Pradales. Pues vale, le responderá el penitente. El País Vasco es una Nación, dirá el Estatuto. Hala, ya está. A lo que a su anfitrión, quizás algo estupefacto, se le escapará esa expresión aborigen a tono con el libreto de estos días: «¡Ahí va la hostia, pues! ¡Qué majo este Kepa!».
El desprecio de Sánchez hacia el resto de las regiones es feroz. Ayuso, un año después de las urnas, sigue sin ser invitada al Palacio presidencial, donde Begoña recibe a empresarios y rectores para cuadrar sus business
En el resto de las comunidades se asiste con el natural cabreo a este dadivoso peregrinaje del jefe de Gobierno prodigando gabelas entre quienes pretenden la disolución de España. Ni se las consulta medida alguna, ni se convoca la preceptiva conferencia de presidentes, ni se les visita en su tierra o se los recibe en Moncloa. Ayuso, un año después de las urnas, sigue sin ser invitada al Palacio presidencial, donde Begoña recibe a empresarios y rectores para apañar sus business.
Tres años más por delante, repiten las cacatúas del PSOE. Incluso sin presidencia de Illa. Incluso con nuevas elecciones en Cataluña. Incluso sin presupuestos. Incluso con tremendas puñadas de Puigdemont. Sólo un auto del juez Peinado podría mutar este escenario. Veremos el martes. Quizás se escuche, tras el interrogatorio oral, nada de por escrito, aquello que clamó Rita Barberá, maltratada, hostigada, despreciada y olvidada por los suyos, luego de su tremenda derrota electoral en 2015: «Qué hostia, qué hostia».