Editorial, LA VANGUARDIA, 14/8/12
LAS huelgas de hambre políticas deben tener a estas alturas de siglo la misma eficacia que un paro sindical indefinido en una urbanización fantasma a medio construir. El problema de esta modalidad de protesta, de apariencia ética intachable, es una puesta en escena que, en ocasiones, ha sido cruel e inútil y en otras, simplemente grotesca. Con excepción del Mahatma Gandhi, el apóstol de la no violencia que, por cierto, murió acribillado a balazos. Los presos de diversos grupos terroristas europeos han tirado con frecuencia del ayuno, real o ficticio, para presionar a sus respectivos gobiernos. El IRA fue el que más lejos llegó en 1980, cuando murieron ocho reclusos de hambre sin conseguir que Thatcher les concediera el estatus de presos políticos. En 1981 y 1990 dos reos de los Grapo fallecieron de inanición solicitando sendos reagrupamientos. Eso sí, la mayoría de sus dirigentes comían a hurtadillas. Ahora nos dicen que centenares de presos de ETA han iniciado huelgas de hambre para lograr la excarcelación de un etarra que padece cáncer en estado terminal. Una piadosa iniciativa (nadie debería agonizar con grilletes), teniendo en cuenta que hace 22 años, el entonces arzobispo de Santiago, Antonio María Rouco Varela, medió entre familiares de los Grapo, el Ministerio de Justicia y el nuncio vaticano. El problema de la huelga actual es que no sabemos hasta dónde llega el hambre de sus actores. Nos dicen que en unos casos es de un día, de una sola comida, que se limita a no ingerir alimentos de la prisión o, simplemente, a no salir al patio. Al final será una huelga de pintxos. Como siempre. Entre otras cosas porque hay asadoresvascosdetodalavida, Iñaki, que ofrecen menú para dos personas por 30 euros, a base de txorizo a la sidra, ensalada, kilo de txuletón de buey y pan casero.
Editorial, LA VANGUARDIA, 14/8/12