Rubén Amón-El Confidencial

  • La retirada de la canciller abre todas las incertidumbres que ella había combatido con talento y eficacia: el sabotaje euroescéptico, la extrema derecha, el nacionalismo

Más que ponerse a escribir, dan ganas de ponerse de pie. Porque se despide Angela Merkel. Que se jubila. Que se marcha. Y que nos deja huérfanos a todos, no solo a sus compatriotas. 

Ha sido el aparato motriz y moral de la Unión Europea. Y bien podría haber utilizado la potencia demográfica, cultural y económica de la germánica patria, pero la sobriedad y la clarividencia de Merkel han predispuesto el proceso de construcción comunitario frente a los conspiradores.

Y han sido muchos. No ya los euroescépticos, los enemigos comerciales, los rivales geopolíticos, el Brexit, la pandemia, sino la aparición de los caudillos del Este y el brote de la extrema derecha que Merkel ha convertido en límite intolerable y al que ha opuesto su política solidaria con la inmigración. 

Honesta, íntegra. Prudente. Inteligente. Democristiana en la mejor acepción ética. Merkel ha fomentado el principio de cesión de soberanía. Más Europa, menos Estados. Parecía una utopía, pero el coronavirus y los criterios solidarios que tanto han beneficiado a España demuestran que la bandera azul ondea orgullosa en la emergencia y que el euro ha resistido a los sabotajes. 

Tanto se ha considerado a la canciller una política sin ambiciones, una perdedora, tanto le ha sido más fácil depurar a sus aliados y pactar con los enemigos, consolidando una estrategia constante, terca, que le ha permitido celebrar tres lustros y un año de liderazgo.

Lo ha hecho remontando un delicado periodo de debilidad a propósito de la política migratoria. El más complicado de la última década, pero, curiosa o paradójicamente, su política de tolerancia y de apertura a los refugiados, aun excitando el oportunismo de la extrema derecha, ha repercutido positivamente en su reputación internacional y ha conmovido las entrañas de la izquierda, hasta el extremo de corregir la percepción de la voraz austeridad con que inútilmente la ha tratado la progresía.

Se ha humanizado Merkel, tanto como la humanizan sus imágenes en el supermercado y su resistencia a la estética y a la seducción afrodisiaca del poder. Merkel viste siempre igual, heredera del uniforme germano-oriental, no se ha cambiado de apellido, por mucho que fuera el de su primer marido, y ha logrado no que se la perciba como una mujer, sino como una matriarca, como la madre superiora del continente. 

Frente a los líderes de testosterona y los machos alfa, Angela Merkel ha hecho acopio de ‘poder blando’, de su inteligencia gris y estratégica, incluso de la importancia que ha revestido para ella el rasgo de una burócrata sin ‘glamour’ oriunda de la DDR.

Superaba incluso el estereotipo de gobernanta con que Margaret Thatcher revolucionó la política europea en los tiempos de la falocracia más exagerada. Consiguió la Thatcher hacerse respetar porque no ejercía de mujer, ejercía de institutriz, consolidando un apelativo que arrumbaba las cuestiones de género al estruendo de la forja: la dama de hierro.

Era de hierro antes que dama. Y era una mujer dura, despiadada, incluso masculina. Tan masculina que Ronald Reagan se congratulaba de haber encontrado en ella «el mejor hombre de Europa«.

Se trataba de una perspectiva machista que la propia Thatcher supo manejar con dos barajas en sus 11 años de primera ministra: «En la política, cuando quieras que alguien diga algo, pídeselo a un hombre. Pero si quieres que alguien haga algo, pídeselo a una mujer». 

Era una mujer dura, incluso masculina. Tan masculina que Reagan se congratulaba de haber encontrado en ella «el mejor hombre de Europa» 

Podría asumir el lema como propio Angela Merkel. Y se diría que la feminidad contenida de Merkel ha sido otro mecanismo de supervivencia entre los grandes machos de la política. Recordemos aquella imagen pastoril en el G-7 del que fue anfitriona. Parecían Blancanieves y los siete enanitos.

Seguían a la Merkel, Obama, Cameron, Hollande, Renzi, reconociéndole su papel de maquinista de Europa, proporcionando a la canciller el título oficioso de la mujer más influyente del planeta. Dije los siete enanitos, pero vista la lista de bajas, hablemos de los 10 negritos.

Y hablemos de una gigante cuyas relaciones con España han sido fructíferas independientemente de quién gobernara. Bien lo sabe Pedro Sánchez, cuyas relaciones privilegiadas con la canciller tanto han disipado las distancias ideológicas como han predispuesto las ayudas de la pandemia. 

Seguían a la Merkel, Obama, Cameron, Hollande, Renzi, proporcionando a la canciller el título oficioso de la mujer más influyente del planeta 

A contracorriente de la política cosmética, no es que Merkel haya logrado estar 16 años en el poder, más tiempo que Adenauer o Kohl. Lo ha conseguido presumiendo sin presumir de un eslogan inconcebible en el manual de resistencia de Sánchez: hay que ser más de lo que se parece y nunca parecer más de lo que se es. 

Lo han entendido en primer lugar sus compatriotas. Merkel se retira en estado de gracia demoscópico pese al impacto de la pandemia y todas las derivadas económicas y laborales en juego, aunque la canciller ha sido enormemente eficaz en convertir cada crisis en un pretexto para hacer Alemania más fuerte. 

Echaremos de menos a Angela Merkel. No es que el porvenir de Europa pueda o deba depender de un líder, pero la evidencia y la oportunidad de haber encontrado uno en la figura de la canciller dimensionan el tamaño de su vacío cuando se produzca el gesto de la retirada.

Merkel ha representado un modelo de transparencia, de rigor y de europeísmo. Y ha servido de contrapeso a las amenazas que se ciernen sobre Europa. Insistimos en los países del Este porque la canciller conoció el comunismo. Y porque la experiencia en el régimen germano-oriental la ha vacunado frente a los sistemas totalitarios y a la restricción de libertades. 

Más Europa en la Unión. Y más unión en Europa. Ese podría ser el escudo de armas de Angela Merkel. La herencia de una canciller que ha puesto deberes a la codicia del capitalismo y que ha propuesto una meta superior a los compatriotas, que no son los alemanes, somos los europeos. Y que consiste en llegar a conmovernos con una bandera azul tachonada de estrellas amarillas, una identidad superior, una quimera que la canciller ha puesto en los raíles de lo deseable y de lo posible.