Ignacio Camacho-ABC
- Un pacto de Estado, dice el gobernante que se ha cargado todos los pactos y va camino de cargarse también el Estado
En la política actual, los pactos de Estado son como las comisiones de Romanones: un método para aparcar la solución de un problema. Sánchez, que ha roto todos los que existían hasta su llegada, incluidos lo que había suscrito él mismo cuando estaba en la oposición –por ejemplo contra el golpe separatista–, echa mano de la socorrida receta cuando no se le ocurre nada, porque cuando se le ocurre algo lo pone en marcha por las bravas; y no digamos cuando la ocurrencia es de sus socios, aunque en esos casos los pactos son más bien ‘contra’ el Estado. El sanchismo consiste ante todo en la abolición de los consensos explícitos o tácitos que han venido funcionando con mejor o peor ventura desde la restauración del régimen democrático. Y lo malo es que la fórmula divisiva ha hecho fortuna y ahora todo el que eche de menos un acuerdo transversal entre los dos grandes partidos sale etiquetado con el despectivo remoquete de tibio o ‘moderadito’.
La propuesta de un pacto sobre el cambio climático revela que el presidente no tenía nada práctico que ofrecer para luchar contra los incendios forestales. Obligado a comparecer por cuestión de imagen, necesitaba salir del paso con alguna idea que dé impresión responsable pero su laboratorio de consignas no ha debido de encontrar mejor plan a su alcance. Cosas del calor, que además de favorecer el fuego derrite los mejores cerebros. Los asesores de guardia habrán pensado que un estadista de talla no está para ofrecer aviones, tropas, recursos técnicos y ese tipo de cosas prosaicas: tiene que pensar a lo grande, con perspectiva amplia, y qué mejor que sobrevolar –literalmente– las llamas vinculándolas a una crisis de escala planetaria. Lo de limpiar el monte y comprar material de extinción es demasiado vulgar, un recurso propio de mentalidades aldeanas de la España vaciada, que se ha convertido de repente, ay, en la España quemada.
El progresismo contemporáneo ha superado ese enfoque agropecuario. Un Gobierno como el nuestro tiene que levantar la vista hacia horizontes más anchos que el de esos montes resecos que arden cada verano. Eso es competencia de las autonomías, tristes instancias subsidiarias de un imperfecto modelo federalista, y si quieren ayuda que la pidan. La emergencia ambiental, como demostró aquel apagón sobre cuyas causas concretas e inmediatas no existe un diagnóstico oficial todavía, requiere proyectos de altas miras. Objetivos panorámicos, metas ambiciosas, paradigmas globales, no meras gestiones de rutina. Ahí es donde se ve la diferencia entre un líder de luces largas con verdadera jerarquía y esos pobres cabecillas de demarcación administrativa incapaces de ver más allá de una nube de humo y cenizas.
Qué gran noticia cívica y política sería un pacto de Estado. Lástima que su proponente se haya cargado antes todos los pactos y vaya camino de cargarse también el Estado.