Del humo nace el humazo, la humareda que crea un ambiente de sofoco que envenena las conciencias
Antiguamente se ponía como ejemplo de frescales al vendedor de crecepelo. Hoy el camelo tiene su asiento en algunos de esos másteres que anuncian las universidades y otros centros de enseñanza.
Está bien que se haya desterrado la palabra española “maestría” y haya sido sustituida por esa cursilada del “máster” porque ciertamente la primera remite a la existencia de un “maestro”, alguien de mérito relevante, una cualidad que sin duda existe pero no se prodiga entre quienes venden humo en los másteres.
¡Ah, el humo, pariente de la fatuidad! El humo es esa mezcla de gases producida por la combustión del desparpajo y la arrogancia que encarna quien es un desvergonzado.
Pero el humo es también tufo, esa pestilencia que nace de la jactancia, nos ciega la vista, nos bloquea el entendimiento y nos tapona la sindéresis.
España, en estos momentos, es el país del humo y del tufo, de la fetidez y de las malas fermentaciones, un mercado de hedores, el gran zoco de los negocios pestilentes, muchos trenzados y amañados a la sombra del árbol del poder político.
Árbol del camino del que se cuelgan las virtudes ciudadanas como partes descuartizadas de la nación.
Es el país donde el delincuente condenado halla amparo en esa toga que fue mito y hoy a veces no pasa de ser trapo de trepa.
Del humo nace el humazo, la humareda que crea un ambiente de sofoco que envenena las conciencias, es un humazo que pudre y que huele como huele el sepulcro donde ha quedado enterrada la dignidad.
Todo, hasta el máster, sobre todo el máster, se hace a humo de pajas, es decir, con su fin y con provecho propio.
Distraer al público y cobrarle
Un espacio propicio para “vender humos” que es inclinación de quien aparenta privanza o cercanía al poder para sacar beneficios de los pretendientes al cargo, a la subvención o al contrato público.
Y encima se instala una cortina de humo para ocultar y disimular.
Es así como nacen másteres que llevan nombres ingeniosos, tal el anunciado como “Prestidigitación social competitiva”. Porque, en efecto, es eso lo que se enseña, la prestidigitación, el juego de manos, el truco para distraer al público y cobrarle.
Es la magia del alambique del que salen las más sórdidas bellaquerías y se hornean generaciones de vendedores de picardías.
Ahí, en la “Prestidigitación social competitiva” se engedran las luminarias que enriquecen el pensamiento contemporáneo poblado por “el impacto sostenible y la agenda que crea participación con los equipos multidisciplinares que identifican desafíos y miden externalidades”.
Pronto, un pensador progresista nos aclarará la naturaleza de los “tests autodiagnósticos y los talleres experienciales”.
A la espera quedamos, acobardados por el humo y el tufo, los pseudociudadanos que leemos pseudolibros.