Eduardo Uriarte-Editores

Es verdad que Gabilondo se lo ha buscado. Parte por responsabilidad, parte porque el gusanillo de la política se suele convertir en una dependencia tóxica, ahí está, haciendo lo que puede, jibarizando su sabiduría, vulgarizando los mensajes al gusto factoría Redondo, para acabar explicando la tautología de que él es él (podía haberlo adornado con “y mis circunstancias”) y no Sánchez.

El, el que es, es una persona educada, además de culta, no gusta del alboroto. Es un candidato que tiene que ver más con la desaparecida generación del socialismo, la de la política, que con ésta, la de Sánchez, que tiene que ver con la propaganda, las “fake news”, y una agresividad que empuja, como en la II República, a la derecha democrática al fascismo. Para al final acabar como Baroja pidiendo “¿dónde hay que firmar?”.

Me iba a solidarizar con Gabilondo llevado del sentimiento de saber lo que es hacer campañas con poca colaboración y si mucha presión de los listos que sólo se acercan para indicarte lo que tienes que hacer y decir. Esa era mi benévola intención, hasta que le vi declararse, como Sánchez, partidario de Madrid con un Gobierno Frankenstein -querido Pablo-, y descalificar a sus adversarios con el término de ultraderecha. Esa mentira, ultraderecha – el PP está muy a la izquierda del partido demócrata de Obama-. Esa calificación   agresiva que no sólo crea fosos insalvables para hacer posible la democracia, sino que promueve, además, una discriminación y segregación, conocida ya en Euskadi y Cataluña, desde la que los nacionalistas basan su inaccesible hegemonía. Lo que me lleva a seguir agradeciendo a buenos autores, de los que disfruté gracias a Instituciones Penitenciarias, cuando me enseñaron que el uso inapropiado de calificaciones altisonantes y rudas como ultraderecha o fascista suelen otorgar a sus usuarios el carácter de incívicos demagogos.

La primera vez que me llamaron fascista fue en los años noventa ante las contramanifestaciones (las contramanifestaciones suelen ser de antifascistas) en las que los de HB nos gritaban a los concentrados por Gesto por La Paz en protesta por el enésimo asesinato terrorista: “zuek faszistak zarete terroristak” (en alguna de esas supongo fue donde Abascal se empezó a sentir fascista). Ellos han ganado, somos fascistas, o ultras de derechas. Aquellos hoy apoyan al Gobierno, son institucionales, y nos podemos sentir aliviados los no afectos al régimen de progreso cuando sólo nos califican de ultraderecha. Ganó la ideología que nos llamaba fascistas mientras recibíamos decenas de cartas de amenazas, mirábamos todos los días debajo del coche e íbamos a funerales. Con esos estás Gabilondo, no me puedo solidarizar contigo.

En el resto de España la segregación del desafecto empezó cuando apareció el padre de la antipolítica con la teoría del NO es No. Se acabó la democracia, o al menos se la dejó tambaleando. Prosiguió cuando erigió un Gobierno con todos los que quieren cargarse la Constitución, que por mala que fuere, su vacío ha iniciado el caos en Cataluña y a vislumbrarse en el resto. Caos y prepotencia hasta llegar a convertir el BOE en un panfleto sectario digno de los peores momentos de la II República. No sólo os la cargasteis, sino que ahora vais camino de cargaros la Monarquía Constitucional de la mano de carlistones y antisistemas (ambos son antisistemas), sin modelo alternativo solvente, pues lo poco que oteáis son los cortijos caciquiles de Catalunya y Euskal Herria y el bolivarismo podemita a la que la actual generación del PSOE se adhiere huérfana del social liberalismo que practicó desde la Segunda Guerra Mundial.

“Da miedo comprobar la fragilidad de la democracia, la increíble facilidad con la que los extremos están envenenando la convivencia”, escribe Pablo Pombo en El Confidencial observando el clima de enfrentamiento. Pero los extremos, como en la República de Veimar o en la española, no tomaron fuerza por generación espontánea, sino por la debilidad y pasividad de un Estado anegado por un partidismo sectario que impidió que éste ejerciera su labor de arbitraje y encuentro, y no, como acabó siendo, un instrumento en manos de los osados más irresponsables. No es posible mi solidaridad con Gabilondo, pero si, por el contrario, esperar-el último vagón del último tren, como repetía Juan Mari Bandrés- que la reacción cívica se inicie con Ayuso.