Ha encontrado el Santo Grial y parece proclamarlo cuando habla: ‘Yo, y mis vascos y vascas, somos la medida de toda democracia’. Se ha elevado a sí mismo a la categoría de juez supremo. Si el TC español le niega la razón, le niega toda legitimidad. Si el TC dictamina que la ley de consulta popular no tiene cabida en el entramado jurídico, el juez supremo que es Ibarretxe sentencia que España como Estado no es democrática.
Podía haber sido el punto final, pero como se sospechaba, tampoco esta vez ha llegado el momento del punto final: me refiero a la sentencia del Tribunal Constitucional (TC) declarando inconstitucional en todos los puntos la ley de consulta popular aprobada a instancias del Gobierno de Ibarretxe por el Parlamento vasco. Los medios de comunicación han desmenuzado los argumentos de la sentencia, lo que permite darlos por sabidos.
Pero no hay punto final. En el caso de los nacionalistas vascos, en el caso de Ibarretxe, no vale lo que tanta fuerza tenía en la Iglesia católica: Roma locuta, causa finita, es decir, una vez que Roma, el Papa, han hablado, se acabó el debate. No. Para Ibarretxe, para el nacionalismo vasco, la sentencia del Tribunal Constitucional español no representa ningún punto final. Incluso, como ha afirmado el consejero de Justicia, Azkarraga, ni siquiera una decisión contraria de los tribunales europeos supondría un punto final.
Es digno de analizar lo que se halla tras esa posición tan firme del nacionalismo institucional vasco. Son poseedores de la razón. Nadie fuera de ellos mismos y de su convencimiento íntimo puede juzgar sobre la rectitud y justicia política, ética y democrática de lo que plantean. No hay Constitución, no hay Tribunal Constitucional, no hay Tribunal Europeo que valga. Lo que vale es la voluntad de un determinado nacionalismo, del nacionalismo vasco que radicalizó su estrategia en Estella/Lizarra y está atrapado en la lógica de ese pacto que implica que la sociedad vasca solo la pueden definir políticamente los nacionalistas. Lo que vale es esa voluntad que el nacionalismo vasco eleva a derecho inmunizado contra todas las leyes, todos los sistemas jurídicos vigentes, contra todos los derechos establecidos.
El presidente vasco se ha elevado a sí mismo a la categoría de juez supremo. Si el TC español le niega la razón, niega a dicho tribunal toda legitimidad. Si el TC dictamina que la ley de consulta popular aprobada en el Parlamento vasco a instancias de su Gobierno no tiene cabida en el entramado jurídico del Estado, el juez supremo que es Ibarretxe sentencia que España como Estado no es democrática.
Lo que sea y lo que pueda ser la democracia, lo que sea un Estado de derecho, lo que deba tener cabida o no en el sistema jurídico, si Europa es democrática o cómo deba ser para recibir el calificativo de democrática, todo eso se mide en la voluntad de los nacionalistas vascos: si esa voluntad es satisfecha, entonces todo será democrático y conforme a derecho. Si esa voluntad es limitada, sometida a reglas, procedimientos, normas, leyes y derechos que la regulan, entonces todo deja de ser democrático.
La tradición constitucional europea no se ha enterado todavía. La cultura constitucional que se ha desarrollado en Europa en la medida en que ha tenido que aprender a someter la voluntad soberana del monarca absoluto, primero, y la del pueblo soberano, después, al imperio del derecho y a la ley, tiene que volver a la escuela con el profesor
Ibarretxe para aprender que democracia solo puede existir a partir de la soberanía de la voluntad, a partir de la soberanía –que no puede menos que ser absoluta para ser soberanía– de los nacionalistas vascos.
Como juez supremo, ha encontrado el Santo Grial: parece que proclama cada vez que abre la boca: ‘Yo, y mis vascos y vascas, somos la medida de toda democracia, nuestra voluntad es la manifestación de la verdad de la democracia y del derecho’. Que la democracia tenga algo que ver con el pluralismo y la gestión de ese pluralismo, con la existencia de voluntades diversas, diferentes, distintas e incluso contrapuestas, y que la democracia debe recurrir al derecho y a la ley para limitar cada una de ella y crear así un espacio público en el que se pueda proceder a la búsqueda, siempre controvertida, del bien común: tonterías para el juez supremo.
Que en la sociedad vasca pudiera existir al menos una mayoría que, sin renunciar ni al autogobierno ni al concierto económico ni a la oficialidad del euskera, tampoco quiere renunciar a la integración en el Estado, en España, ni a sentir el castellano como lengua tan propia como el euskera: tonterías y menudencias frente al valor indiscutible, supremo y sentenciador sobre todo lo demás de la voluntad de los vascos nacionalistas, aunque algunos de ellos estén equivocados, como el anterior presidente del PNV.
El juez supremo no admite nada ni nadie junto a él que suponga alguna diferencia con lo que él piensa y, sobre todo, siente –ya lo dijo Arzalluz: que el nacionalismo es más un sentimiento que una ideología, y lo había repetido de otra forma Iñigo Urkullu: que no hay ley que se pueda sobreponer a un sentimiento–, y por eso es como un dios autosuficiente que no necesita comunicar con nada ni nadie fuera de sí mismo. Se basta a sí mismo consigo mismo. Pero eso no impide, para eso es juez supremo a la imagen y semejanza de Dios, predicar permanentemente el valor y la virtud del diálogo: los demás tienen que hablar conmigo para darme la razón. Terminará quedando fuera del juego de la democracia como van quedando todos los que desde su voluntad absoluta han creído definir la verdadera democracia sin condenar la violencia ilegítima de ETA, como Batasuna y todos sus sustitutos.
Joseba Arregi, EL PERIÓDICO DE CATALUÑA, 18/9/2008