Hasta ayer, el presidente del Gobierno podía esperar a que Ibarretxe y los nacionalistas movieran ficha. Ya lo han hecho. Ahora le toca responder a él. De la coherencia y la contundencia de su respuesta dependerá no ya su propio futuro político sino la supervivencia del actual modelo de convivencia.
El semblante desencajado de Jon Imaz, presidente del PNV, tras el anuncio de Arnaldo Otegi de que tres diputados de su grupo parlamentario iban a sacar adelante el plan Ibarretxe refleja lo sucedido ayer en el Parlamento vasco.
El lehendakari estaba absolutamente convencido de que su plan no sería aprobado al subir a la tribuna de oradores, como quedó claro cuando reprochó abiertamente al grupo parlamentario de Otegi su supuesta extraña alianza «tripartita» con PSE y PP para bloquear su iniciativa. Fue, junto a Imaz, el primer sorprendido al escuchar del líder de Batasuna que su plan saldría adelante.
La inesperada ratificación del plan Ibarretxe por el Parlamento vasco no sólo cambia el escenario politíco de dicha comunidad sino que además constituye un desafío de una enorme magnitud al Estado de Derecho y la legalidad vigente.
Hasta ayer, el PNV y sus socios habían manejado el proyecto soberanista como un arma de negociación con los Gobiernos de la nación, confiando siempre en que habría tiempo para limar aristas con un PSE cada vez menos lejano a los postulados nacionalistas y para forzar a Zapatero a plegarse a parte de sus exigencias. Pero Batasuna, que siempre actúa al dictado de ETA, ha roto esa expectativa, dando un empujón al plan que abre la posibilidad de la autodeterminación del pueblo vasco, como Otegi explicó ayer, y que supone de facto el inicio de una camino que lleva a la creación de un Estado vasco «asociado» a España.
Batasuna -varios de cuyos dirigentes habían asegurado esta semana que jamás apoyarían el proyecto de Ibarretxe- ha engañado completamente al PNV, al que ha utilizado como un tonto útil. Ibarretxe contaba con solicitar el apoyo de los ciudadanos en las elecciones de la próxima primavera para sacar adelante su plan. Ahora los comicios se convierten en un plebiscito popular sobre un plan que ya existe y que ha sido impulsado con el apoyo de una pequeña minoría de los ciudadanos vascos.
Según el Euskobarómetro de anteayer, el 66% de los vascos se declaraba satisfecho con el marco autonómico que acaban de romper los nacionalistas y una mayoría todavía superior pedía una reforma consensuada del Estatuto. Pero el contador ha comenzado a correr y el desafío al Parlamento español es ya un hecho.
Según los términos del propio plan, el lehendakari Ibarretxe anunció ayer el envío de su iniciativa al Gobierno español, con el que pretende abrir una negociación que debería estar concluida en el plazo de seis meses. Si el proyecto no fuera aprobado por el Ejecutivo que preside Zapatero -que naturalmente no lo será-, Ibarretxe recurriría a la convocatoria de una consulta popular.
Joseba Egibar, portavoz del PNV, lo explicó con meridiana claridad: el plan Ibarretxe es la expresión de la mayoría de los vascos y, por tanto, diga lo que diga la Constitución, obtiene su propia legitimidad a través de esa consulta.
El problema es que Ibarretxe, con el empujón de una fuerza política ilegalizada y cómplice de una banda terrorista, ha puesto en marcha un proceso que ya no puede parar. Es rehén de sus propios planteamientos y de lo que ha venido defendiendo en los siete años que lleva al frente del Gobierno vasco.
El reto que plantea al Estado español y a los partidos democráticos es, sin duda, el mayor desde la Transición y puede desestabilizar la convivencia en una comunidad, ya dividida por sus convicciones políticas y traumatizada por los asesinatos de ETA.
Probablemente en contra de su voluntad, o al menos de su estúpido cálculo, Ibarretxe ha dado un paso al frente de tremendas consecuencias.El Gobierno de Zapatero debe reaccionar sin restar importancia a lo ocurrido. En primer lugar, el presidente tiene que dejar claro a Ibarretxe, al que se comprometió ayer a recibir en Moncloa, su rechazo frontal y su negativa a entrar en cualquier tipo de negociación o debate de una iniciativa que vulnera la Constitución.Y, en segundo lugar, Zapatero no debe vacilar en utilizar todos los medios legales para responder a este reto. Y tiene muchos.
Pero el primero de los pasos que tiene que dar es llegar a un acuerdo con el principal partido de la oposición para que quede claro que no existe ni la más mínima fisura en la defensa de la legalidad vigente y de la Constitución. Rajoy tiene también la obligación de respaldar al Gobierno, que desde este momento podría y debería recurrir ante el Tribunal Constitucional ya que lo que era un proyecto virtual ha pasado a ser una disposición en vigor con efectos jurídicos inmediatos.
Para ser coherente con su trayectoria y la gran mayoría de sus votantes, IU debería unirse a PSOE y PP en defensa de la legalidad constitucional. Pero sus dirigentes en el País Vasco no sólo apoyan el plan soberanista del PNV sino que además, como su portavoz afirmó ayer, son más nacionalistas que nadie. Gaspar Llamazares debería aclarar hoy mismo si IU va a apoyar con sus votos en el Parlamento la ruptura del Estado español. O, si no, marcharse a su casa.
Zapatero ha intentado manejar la situación vasca con ese «talante» que tan buen resultado le ha dado en otros asuntos. Pero ahora tiene que enfrentarse a la realidad de unas reivindicaciones nacionalistas que, tanto en el País Vasco como en Cataluña, amenazan la unidad nacional.
Hasta ayer, el presidente del Gobierno podía esperar a que Ibarretxe y los nacionalistas movieran ficha. Ya lo han hecho. Ahora le toca responder a él. De la coherencia y la contundencia de su respuesta dependerá no ya su propio futuro político sino la supervivencia del actual modelo de convivencia, refrendado democráticamente por todos los españoles.
Editorial en EL MUNDO, 31/12/2004