El gran arte es libertad y la vida libre es un arte. Este parentesco permitió a artistas de todas las épocas vivir con libertad creadora: Agustín Ibarrola (1928-2023) ha sido uno de ellos. La unidad de libertad política o existencial con libertad estética también entrelazó el arte con la militancia política y el activismo social: es lo que conocemos como vanguardias.
Las vanguardias sufren hoy cierto descrédito, bastante merecido, por sus impuras imitaciones comerciales y la caída demasiado habitual en poses ideológicas que aspiran a ser épicas o trágicas, y quedan en rabieta de privilegiados; el poder del arte desaparece cuando decae a herramienta del poder (si alguien está interesado, les dejo este escrito sobre el problema). Pero contamos con una buena referencia de autenticidad y pureza en la vida y obra de Ibarrola. También fue cancelado muy pronto, y en eso también resultó vanguardista; en parte por elegir siempre el lado de los oprimidos, y en parte por su decisión -rozando el puritanismo- de mantenerse al margen del mercado del arte y confiar -demasiado- en la posibilidad de redención de la cultura pública.
Un artista de la contradicción creativa
Ibarrola fue detestado por nacionalismo vasco e izquierda reaccionaria, y por la misma razón: sin pretenderlo, su vida y obra encarnaron un indeseable conflicto ideológico, que no estético: hacer arte vasco, pero no nacionalista, arte comprometido primero con la izquierda y luego con la democracia liberal, de vanguardia pero inteligible. Nacido y crecido entre chimeneas, sirenas de fábrica y verdaderas huelgas, afiliado al PCE y fundador de Comisiones Obreras, dos veces preso político y agredido por la extrema derecha, sus credenciales de izquierda serían la envidia de miles de agitadores de izquierda caviar cuya experiencia del mundo industrial y proletario se limitaba a vestir de pana, la camiseta del Che y los recitales de Victor Manuel o Joan Baez. Pero lo mismo que entró en el mundo comunista por su libre voluntad, igual de libremente salió de él, paso imperdonable para muchos.
La concepción nacionalista de la cultura y el arte como catequesis y propaganda chocó con la obra de Ibarrola, de difícil calificación al mantenerse independiente de sus directrices
La inquina abertzale y el odio terrorista tuvo más que ver con la desafiante presencia de Ibarrola, no deseada en su monopolio de la cultura vasca. Los ingenuos pueden creer que el enfoque ibarroliano de su arte como obra profundamente arraigada en el imaginario telúrico nativo, y no solo en el mundo obrero de Vizcaya, tendría que agradar al nacionalismo vasco. Pero la concepción nacionalista de la cultura y el arte como catequesis y propaganda chocó con la obra de Ibarrola, de difícil calificación al mantenerse independiente de sus directrices.
El mundo del caserío y del monte vasco, interpretado a su modo, era importante para Ibarrola. En pleno ostracismo político, inició la gran obra del bosque de Oma, una plantación industrial de pinos pinaster que ofrece una síntesis perfecta de su concepto de naturaleza y trabajo vinculados. Reúne lo esencial de su concepto y práctica del arte: experimentación con nuevas formas de ver y hacer (en este caso, puro land-art), la ruptura con el encasillamiento estilístico, y muestra de una sensibilidad de la naturaleza tan lírica y contemplativa como constructiva y transformadora: la creación de paisajes como obra histórica de formación de la humanidad. Hoy es su obra más famosa y no falta en ningún folleto turístico.
Un artista rechazado por su valor
Demasiado para los únicos dueños del caserío, como exigía airado Arzalluz. ETA atentó contra el bosque pintado y el caserío de Oma varias veces, como antaño los Guerrilleros de Cristo Rey. Por añadidura, numerosos artistas vascos publicaron manifiestos injuriosos de insólita saña contra el artista y su obra, mientras resultaba imposible reunir el apoyo público de más de unos pocos. La historia, sin embargo, acaba poniendo las cosas y las gentes en su sitio, a quienes se arrastraron por el basurero y a quienes volaron alto.
Ibarrola había dado con una vena a explotar: la conversión del paisaje antrópico -como un pinar cultivado, o la escollera de Llanes- en estético, del objeto descartado en obra de arte. El reconocimiento de esta concepción transformadora del paisaje posindustrial vino, como suele ocurrir en las sociedades provincianas, de fuera: Gérard Mortier invitó al vizcaíno a crear una gran instalación en las colinas de escorias mineras de Westfalia, e Ibarrola plantó allí sus “tótems” antropomórficos y abstractos, tallados y pintados sobre viejas traviesas ferroviarias desechadas.
Ibarrola fue uno de los artistas más variados, multiformes y audaces de nuestras segundas vanguardias (las posteriores a 1945). En la tenebrosa posguerra comenzó con el realismo costumbrista y social en la línea de un gran pintor de preguerra, Aureliano Arteta); después, Oteiza le descubrió, en el renaciente Bilbao de los cincuenta, el constructivismo abstracto y el racionalismo de la forma de las vanguardias rusas y europeas. Se zambulló con entusiasmo en ese universo estético, convertido en el programa de uno de los colectivos vanguardistas españoles más depurados y coherentes en su militancia anti individualista y objetivista: Equipo 57; fue fundado en París, con vocación internacional, por Agustín Ibarrola, Ángel Duarte, José Duarte, Juan Serrano y Luis Aguilera.
La tercera vía
En el dilema entre iniciar una carrera profesional con la galería parisina Denise René o volver a España para implicarse en la lucha contra la dictadura, Ibarrola optó por lo segundo; no abandonó sus experimentos con la forma abstracta y aplicada al diseño, pero se consagró a su obra quizás más popular y estéticamente más legible, los grabados de Estampa Popular, un colectivo de activistas a través del arte próximos al PCE o miembros de ese partido. Así fue como Agustín Ibarrola acabó ofreciendo una tercera vía entre el arte tradicional y la vanguardia más o menos afín al nacionalismo cultural, la de Oteiza, Chillida y los otros notables artistas del efímero grupo guipuzcoano Gaur.
Tercera vía rechazada por la dictadura y la oposición nacionalista que podría representar gráficamente su reinterpretación del Guernica de Picasso como tótem de resistencia a las dictaduras. En el conjunto de España, y por razones no muy distintas, Ibarrola también quedó relegado a la condición de outsider pintoresco y marginado, con su eterna txapela, su hablar pausado de temas cancelados, sus obras desconcertantes que enfurecían a los sicarios, su militancia insobornable por las víctimas de la violencia.
También fue víctima del peso aplastante de la izquierda reaccionaria, identitaria y pro separatista, en la alta cultura española oficial y oficiosa. Chillida era admirado y Oteiza fue redescubierto, pero Ibarrola siguió ignorado. ¿Por qué?: por su libertad de acción y compromiso. Como tantos verdaderos antifranquistas veteranos, Ibarrola deshizo sus lazos con la izquierda anacrónica, se hizo activista del Foro Ermua y de ¡Basta Ya!, se afilió a UPyD y defendió sin desmayo la democracia liberal atacada por el terrorismo y el nacionalismo obligatorio. Descanse en paz Agustín, nos deja una hermosa herencia de arte y libertad que no podrá ser cancelada.