Joaquim Coll-El País
El guiño del PSC al nacionalismo moderado tuvo escaso recorrido
Se tiende a interpretar el decepcionante resultado obtenido por el PSC en las autonómicas del 21-D como otro reflejo más de la extrema polarización que vive la sociedad catalana, sin espacio para discursos que intenten construir puentes. Miquel Iceta hizo una campaña de marcado tono presidencialista poniendo el acento en la reconciliación entre los catalanes y levantando la bandera del catalanismo político como espacio de encuentro. La incorporación a su lista del democristiano Ramon Espadaler, exconseller de Interior con Artur Mas, tenía como objetivo atraer al votante nacionalista moderado.
Los mensajes de Iceta a lo largo de la campaña fueron dirigidos a este sector en la suposición de que había una importante bolsa de antiguos electores de CiU, empezando por los 100.000 que en 2015 votaron a Unió Democràtica, que querían un agarradero amable de catalanismo liberal para salir del marasmo del procés. Solo así se entiende ese intento constante por huir del bloque constitucionalista y distanciarse lo más posible de Ciudadanos, hasta el punto de anticipar innecesariamente un veto a una posible investidura de Inés Arrimadas.
En el tramo final de la campaña, Iceta sorprendió a propios y extraños con su propuesta de indulto para todos aquellos que acaben siendo condenados judicialmente por la intentona secesionista. En su apuesta por articular un espacio que hace 10 años se hubiera calificado de «sociovergencia», el candidato socialista fue hasta el fondo. Y, sin embargo, el PSC solo ha logrado sumar un diputado a los 16 que obtuvo en 2015 y pasar del 12,7% al 13,8%, mejorando a duras penas el peor resultado de su historia, en contraste con unas expectativas mucho más optimistas.
En estas elecciones, el PSC solo tenía una estrategia con rentabilidad segura: ser el partido de la izquierda antiindependentista, intentando concentrar los apoyos del constitucionalismo. Era la única forma de disputar a Ciudadanos el voto útil. Además, disponía del candidato adecuado: Josep Borrell. Pero Iceta, que había desempeñado un brillante papel en el Parlament, quería intentarlo otra vez con el propósito de encarnar la esencia del catalanismo pactista. No se trata de reprochar a toro pasado aquello que no se hizo, menos aún cuando el bloque constitucionalista no sufrió pérdidas de voto por ello. Los votantes socialistas que no se sintieron cómodos con la campaña de Iceta votaron a Ciudadanos. La pregunta interesante es por qué razón ese discurso catalanista tuvo tan escaso recorrido.
La respuesta es que hoy hablar de catalanismo, sin más, no interpela a casi nadie, ni a los unos ni a los otros, porque no se sabe muy bien qué significa y está desprovisto de emociones. Los soberanistas decretaron la superación del catalanismo político cuando concluyeron hace una década que el modelo autonómico había fracasado. Desde entonces no ha habido un esfuerzo serio por repensar el catalanismo, liberándolo del discurso de la queja que le impuso la etapa pujolista. Un esfuerzo por construir un catalanismo de afirmación del papel de Cataluña en España y articulador de acuerdos básicos en materia de lengua, cultura y autogobierno.
En lugar de eso, se tiende a invocar su nombre como una especie de crema reparadora sobre las enormes grietas que ha provocado la tensión secesionista. Iceta ha intentado de buena fe resucitar un catalanismo viejuno, ochentero, que sigue sin sincerarse con la pluralidad lingüística e identitaria y creyendo que Cataluña y catalanismo son sujetos intercambiables.
El desfase más evidente entre ese discurso y la realidad es la “escuela catalana”. El modelo que se ha desarrollado no es integrador, sino “nacionalizador”, excluye al castellano como lengua vehicular y presenta tasas elevadas de abandono y fracaso escolar. Sin embargo, el discurso catalanista habitual se niega a reconocer que ahí existe un problema al que hay que prestar atención y prefiere seguir repitiendo acríticamente que es un “modelo de éxito”. Tampoco Iceta ha querido abrir los ojos ante la lluvia fina de injerencias ideológicas que sufre la educación en Cataluña, víctima de una politización rampante en los últimos tiempos.
La tarea de un nuevo catalanismo, que todavía está por formular, pasaría por hacer realidad el discurso de “la Cataluña de todos”, conjugar sin complejos catalanidad con españolidad, y denunciar la falta de neutralidad tanto de las instituciones como de las entidades civiles de interés público, así como el abuso que hace el secesionismo de los medios de comunicación en catalán. Sería la mejor manera de sincerarse con la pluralidad catalana y dar sentido a un ideario catalanista compatible con el proyecto de la España federal.