Ignacio Camacho-ABC

  • Ha entrevisto en la enconada rivalidad soberanista la oportunidad de una carambola favorable a Illa

Al amparo del mito de la secesión, el microcosmos del separatismo catalán vive desde hace décadas, y sobre todo desde que se resquebrajó la hegemonía pujolista, bajo una implacable hostilidad interna. Ese universal síndrome de sectarismo cainita que los Monty Pithon parodiaron en la célebre anécdota de la discordia entre el Frente del Pueblo Judaico y el Frente Popular de Judea: antes que el odio a los romanos (españoles) prevalecía la mutua malquerencia, una animadversión que los encaraba en continuas refriegas. Si los republicanos y los exconvergentes no se apuñalan con mayor fiereza es porque todos temen quedar expuestos a la acusación de ‘botiflers’, de traidores a la suprema causa de la independencia. La investidura fallida de Pere Aragonès, saboteada

por Puigdemont con el pulgar bajado desde Bruselas, es la última -por ahora- manifestación de una larga querella en la que ha entrevisto una oportunidad ese taimado político llamado Miquel Iceta, un especialista en el cabildeo con indiscutibles habilidades maniobreras.

Liberado de responsabilidades específicas de gestión al frente de una cartera vacía, a Iceta le sobra tiempo para dedicarse a lo que mejor sabe hacer, que es la intriga. Y en el pulso de la rivalidad soberanista ha percibido un resquicio para diseñar una carambola que favorezca a Salvador Illa, cuya actitud retraída no se explica sin la posibilidad de sacar partido del bloqueo emergiendo ‘in extremis’ como alternativa ante la falta de acuerdo de dos facciones en eterna riña. El ministro de Administraciones Públicas lleva algunas semanas tanteando esa vía y una variante sucedánea que rompiese la unidad ficticia del secesionismo para armar un Gobierno dependiente del respaldo socialista.

¿Difícil? Sí, claro. ¿Posible? También, y más a medida que se prolongue el colapso y la expectativa de una repetición electoral haga cundir el pánico. El sanchismo tiene poco que perder desde que la publicitada ‘operación Illa’ acabó en fiasco. La solución ya no está en sus manos pero aún dispone de una prórroga para evitar el fracaso. En eso anda trabajando el criptonacionalista Iceta en la oscuridad del segundo plano. Su opción fue siempre la de abocar a ERC a un pacto, que es lo que su jefe necesita para amarrar el mandato y apuntalar la fiabilidad de Podemos como aliado. El programa no sería un problema: el indulto del ‘procés’ está casi listo -ayer le dio vía libre la Abogacía del Estado-, la inmersión lingüística es compartida y Moncloa ya ha comprometido la mesa de ‘diálogo’. El referéndum es más complicado de encajar pero tanto Esquerra como Junts se resignarán a aplazarlo si pueden echar la culpa al adversario. Para ellos, acostumbrados a ganar siempre, se trata de ejercer el poder directamente o a través de un delegado. Y llegado el caso de optar por hacerse daño, saben que nadie como Sánchez les va a garantizar mejor trato.