ANTONIO GARCÍA MALDONADO-EL MUNDO
El autor reflexiona sobre el discurso actual que contrapone el cosmopolitismo y el aperturismo a la nostalgia reaccionaria de populistas y nacionalistas. Dice que en la crítica a éstos no falta razón, pero sí autocrítica.
Es algo que podemos comprobar ante cualquier propuesta de reversión de un servicio público que hasta entonces estaba en manos de concesionarias privadas. O cuando se ha planteado la permanencia en manos públicas de la banca nacionalizada durante la crisis financiera. De alguna forma, quien postula esta opción parece estar en el lado incorrecto de la Historia, defendiendo la decadencia económica de la década de 1970, instalado en un ejercicio de nostalgia ideológica al que le llevan unas anteojeras que le impiden ver lo mucho más razonable que es que la entidad vuelva a manos privadas, aquellas que sabrán gestionarla.
La sospecha hacia la gestión pública está instalada, pese a que los desastres económicos tienen, como mínimo, culpas repartidas. No hay evidencia histórica incontestable que diga que lo privado es siempre mejor que lo público. Más bien, se han aprovechado los desastres de lo público para ensalzar una gestión privada de la que se omiten en mucha mayor medida sus frecuentes errores. Bastantes defensores del liberalismo económico en su versión menos contrapesada, en una vuelta de tuerca argumental nada sorprendente, llegan a afirmar, contra toda evidencia, que la última crisis financiera se debió ¡al exceso de regulación y control público! Hablamos con frecuencia de los negacionistas climáticos, pero no les van a la zaga los negacionistas de los efectos nocivos del libre mercado.
No se trata de negar la legitimidad de las críticas contra el intervencionismo, sino de criticar la falacia del resorte automático de muchos críticos ante lo público por sistema, por ser «recetas antiguas». Al fin y al cabo, las ideas son buenas o malas, sean viejas o no. Imaginemos a un pensador en la Alta Edad Media recuperando textos clásicos grecolatinos, encerrado en su monasterio, al que el abad, al modo del fray Jorge de El nombre de la rosa, le dice que la obra de Aristóteles es maligna porque compendia «ideas viejas». No porque sean malas en sí, sino porque son de antes de Cristo. El Renacimiento habría sido, según estos parámetros, un ejercicio de nostalgia reaccionario, la búsqueda de fórmulas viejas para problemas nuevos imposibles de mensurar y solucionar con lo que pudiéramos encontrar en pergaminos en lenguas muertas.
En nuestros días se ha impuesto un discurso que se pretende nuevo, moderno, racional que contrapone el cosmopolitismo y el aperturismo a la nostalgia reaccionaria y emocional de populistas y nacionalistas. En la crítica a estos últimos no les falta razón, pero sí autocrítica. En dicho esqu ema apenas caben medias tintas, y a quien matiza según qué aspecto de un acuerdo comercial, o a quien habla de los inconvenientes de la flexibilidad laboral, se le enmarca en ese ejército de la noche que es incapaz de adaptarse a unas dinámicas deseables. De ahí la insistencia en que las opciones políticas se dividen entre aperturismo y reacción proteccionista, como si lo que nos hubiera llevado a elegir tuviera que ver con cosmovisiones y no con disfunciones materiales en el reparto de la riqueza, los salarios, la inseguridad laboral o la desigualdad.
En su último discurso anual de la Liga, el líder xenófobo Matteo Salvini arrancó aplausos cuando explicó su movimiento diciendo que las élites, Europa, el mercado, «nos han ofrecido un futuro de precariedad y miedo, donde un contrato indefinido o tener pensión es un sueño», ante el que sólo cabía plantar cara. Lejos de la caricatura, sus palabras evidencian el peligro real al que nos enfrentamos, y al que el liberalismo económico, con su sostenella y no enmendalla y la resignación del there is no alternative aplicada durante años, es incapaz de hacerle frente porque no cree que tenga nada que ver con el origen de la situación. Y es aquí donde el liberalismo económico se ha revelado como ingeniería social, cumpliéndose los temores del liberal Isaiah Berlin, que dijo temer «a los reformadores temerarios que están demasiado obsesionados con su concepción como para prestar atención al medio en el que actúan».
A diferencia de nuestro país, sí hemos visto autocríticas en el mundo anglosajón, como en The Economist. Y en libros como el de Martin Wolf sobre la crisis –La gran crisis. Cambios y consecuencias (Deusto)–, donde el jefe de Economía del liberal Financial Times hacía un acto de contrición intelectual en toda regla y abjuraba de las ideas liberales que abrazó tras la languidez estatista de los 70. Concluía reivindicando explícitamente el intervencionismo: «Las visiones que animan este libro me acercan a mis actitudes de hace 45 años». Esto es, a la regulación y el contrapeso público. Esas «ideas viejas» que tanto se reprocha a quienes sostienen que el sector público ha de jugar un papel preponderante en algunas de las lacras de nuestra era, tales como la desigualdad, el cambio climático o la revolución tecnológica.
Estamos en un momento crítico en Occidente. El economista Karl Polanyi publicó durante la Segunda Guerra Mundial La gran transformación, un análisis del nacimiento del mercado autorregulado y el liberalismo económico donde escribió algo que se lee con estremecimiento: «Cuando un país se acercaba a una fase fascista, presentaba una serie de síntomas, entre los que no figuraba necesariamente un movimiento propiamente fascista, y baste citar algunos ejemplos: la difusión de filosofías irracionalistas, opiniones heterodoxas sobre la moneda, críticas al sistema de partidos e infamias dirigidas contra el régimen, cualquiera que fuera su forma democrática». No parece que, por viejo, este análisis esté desfasado si miramos el panorama político en la Unión Europea.
EL LIBERALISMO económico ha estado ligado a una defensa argumentada de la flexibilidad, algo que, grosso modo, permite a las empresas amoldarse a un entorno cambiante, más aún en un momento acelerado gracias al cambio científico-técnico. Sin embargo, este enfoque no es en absoluto nuevo. El librecambismo decimonónico fue una de las primeras ideas globales exitosas, y conformó el mundo tal y como lo conocemos gracias a los avances de dos revoluciones industriales. Nacieron así los Estados modernos, que a su vez contrapesaron, gracias a la influencia creciente de los partidos y los sindicatos de clase, los peores efectos que el libre mercado producía.
Bajo la poderosa luz de un comercio y unos avances materiales esplendorosos, había una miseria intolerable. Una de las paradojas que los economistas trataban de explicar entonces era cómo era posible que el crecimiento fuera compatible con tasas de pobreza, desigualdad e indignidad crecientes. Las «dos naciones» de las que alertó Benjamin Disraeli en su novela del mismo nombre. Cifras que no se redujeron hasta que los contrapesos acabaron con las inercias del mercado. En el cambio del XIX al XX, el economista liberal Von Mises escribió que si los trabajadores «no se comportaban como sindicalistas, sino que reducían sus exigencias y cambiaban de domicilio y de ocupación, siguiendo los dictados del mercado de trabajo, podrían terminar encontrando trabajo». La reforma laboral quizá fuera deseable, inevitable, pero sus fundamentos no eran nuevos.
En pos de un debate genuino, haríamos bien en juzgar las ideas por si son buenas o malas, por su virtud o su carencia de ella, no por el año de procedencia. Al fin y al cabo, todos, partidos y ciudadanos, hacemos arqueología intelectual y política, siempre. También –quizá sobre todo– los defensores del liberalismo económico más desregulado, aunque no sean tan conscientes de ello.
Antonio García Maldonado es analista y consultor independiente.