¿Ideas viejas y palabras nuevas?

NICOLÁS REDONDO TERREROS-EL MUNDO

El autor cree que la renuncia a legitimar los extremos, a hacerlos imprescindibles y situarlos en el centro del tablero político, es el camino para salvaguardar las democracias.

NUNCA he estado de acuerdo con el repetido dicho popular una imagen vale más que mil palabras. El homo sapiens se caracteriza y se diferencia, sobre todo, por la palabra, nos permite relaciones sociales más allá de las meramente instintivas, intercambio de ideas, contraste de opiniones, discrepancia. La palabra ha sido justamente la base de las sucesivas civilizaciones y del progreso humano. Después o a la vez –dejemos el asunto para filósofos, filólogos o neurocientÍficos– de definirnos a nosotros mismos, frecuentemente con innegable petulancia, como homo sapiens, podríamos hacerlo sin equivocarnos como homo locuax. Giovanni Sartori ha reflexionado sobre la transformación del homo locuax en homo videns y los territorios ignotos que este proceso abre ante nuestros ojos. Pero mi reflexión de hoy va por otro camino más pedestre; quiero referirme a esos periodos de nuestra Historia en los que pareciera que careciésemos de las palabras apropiadas para explicar adecuadamente lo que sucede.

Por ejemplo, actualmente en España se ha abierto una polémica más intensa que profunda sobre la naturaleza política de Vox. Unos dicen que es una derecha sin complejos, otros que es extrema derecha; los menos se atreven a ver una ideología que tiene en origen todas las características para ser introducida en la casilla del fascismo. Algo parecido sucedió con Podemos, pero pocos fueron los que les introdujeron en el epígrafe del comunismo, aunque algunos de sus líderes venían directamente de un PC que les tenía más o menos postergados. La experiencia sudamericana, con los componentes del peronismo y del chavismo destilados por Laclau, dificultaba aparentemente su clasificación. La misma dificultad y parecida polémica se originó con la acción concertada de los independentistas catalanes desde las instituciones autonómicas para independizarse, unos hablan de «golpe de Estado», otros manifiestan indignados que no se dan las premisas clásicas para calificar como tal lo sucedido en Cataluña. La polémica ha llegado a los tribunales con toda la intensidad posible: la abogacía del Estado considera que no se dan los requisitos para aplicar el delito de rebelión, mientras que la fiscalía aprecia, sin duda, que concurren todas las características necesarias para hacer tal acusación. Parece que las realidades políticas de hoy desbordaran los viejos conceptos. Cierto es que la propia controversia sobre los términos define a sus participantes, así los defensores de Podemos consideran a Vox un partido fascista de manual, mientras los partidarios de éste ven en Podemos la viva imagen del partido comunista albanés.

La confusión que provocan estas expresiones políticas que creemos nuevas porque habían desaparecido del espacio público occidental, nos dejan sin resortes para unificar criterios, conceptos y, por lo tanto, comportamientos. Pero es regla conocida la que indica que el olvido y el desconocimiento de la Historia facilitan la reaparición de expresiones execrables y que erróneamente creíamos derrotadas definitivamente. En el caso de Vox y Podemos, sus defensores y sus detractores han utilizado paradójicamente los mismos argumentos: recurren a la legitimidad del partido y a la fe democrática de sus votantes, se atrincheran en la ausencia de algunas de las características fuertes de las ideologías con las que se les relacionan y que considerábamos desaparecidas. Algunos intelectuales, periodistas y tertulianos defendían hace escasamente un año las relaciones del PSOE con Podemos con la misma fuerza que hoy niegan al PP su derecho a pactar con Vox. Desde la otra trinchera, los que hoy ven con mucha normalidad la relación de «las derechas» para desbancar al PSOE contemplaban como un verdadero anatema las coaliciones entre los socialistas y los podemitas. El griterío provocado por los apologetas de unos y otros me recuerda los versos de Musset: «Triste oficio el de seguir a la muchedumbre/ queriendo gritar más fuerte que los cabecillas / Mientras se agarran a los abrigos de los rezagados».

No sabemos cómo llamar a esos nuevos-viejos fenómenos políticos, pero tienen en común que atemorizan a una gran parte de la sociedad y que están dispuestos a reformar los consensos más intrínsecos de la democracia social-liberal. El problema no sería la monarquía en el caso de Podemos o las autonomías en el de Vox; no serían las élites en el caso del primero o los nacionalistas periféricos en el caso del segundo… todas estas cuestiones en litigio serían para ambos consecuencias no deseadas provocadas por la democracia tal y como la hemos entendido estos últimos 75 años. Los primeros, con la «gente», con los de abajo por estandarte, destruirían si tuvieran la fuerza suficiente a las «depredadoras élites», a los bancos y al Ibex; los segundos, con la bandera de España enarbolada, negarían, si tuvieran poder para ello, las diferencias y las peculiaridades que no se ciñeran a su idea del buen español. Ambos esquemas ideológicos tienen su origen en su animadversión a la democracia social- liberal, al núcleo del pacto convivencial que ha enmarcado la vida pública desde el final de la II Guerra Mundial.

Unos, los de extrema izquierda, creen no sólo que el sistema democrático no ha satisfecho las esperanzas fundacionales de igualdad, sino que es un impedimento meditado por siniestras minorías para impedir su consecución. Los otros, les llamen como les quieran llamar, consideran que la democracia actual es incapaz de afrontar con seguridad los retos de una sociedad atemorizada por los cambios radicales a los que está siendo sometida. Ambos, unos por ver en el núcleo de la democracia actual un engaño de las clases poderosas y los otros por considerarlo débil y decadente, se oponen a la sustantividad del sistema.

Se engañan los que para tranquilizar su espíritu se acogen a la forma convencional de obtener los primeros diputados o al contenido rudimentariamente canónico de los discursos de estas expresiones políticas extremas. Estos movimientos con tonos autoritarios nunca mostraron en sus orígenes lo que fueron cuando obtuvieron el poder. Esos benditos espíritus, que encuentran en las apariencias la tranquilidad, deberían tener en cuenta que ambas expresiones políticas extremistas son inevitablemente cautivas de sus expresiones más radicales, al ser uno de sus fatales atractivos el desdén por la moderación y el acuerdo.

Escribí en el último artículo que ninguno de estos movimientos alcanza el poder sin la colaboración voluntaria de los que les ven como un instrumento para dividir a adversarios políticos tradicionales o para fortalecerse aprovechando el miedo que suele provocar en las sociedades la aparición de estos nuevos movimientos. Esa táctica normalmente va acompañada de la errónea seguridad de poder controlar esos fenómenos antes de que se conviertan en peligrosos para el sistema. En base a estos convencimientos personales expresé mi disgusto por las coaliciones del PSOE con Podemos. Consideraba que los socialistas legitimaban una posición política que no compartía los principios más sustanciales de la democracia social-liberal e igualmente intuía que terminarían doblando el brazo al partido centenario; bien sobrepasándole electoralmente o bien obligándole a robustecer sus posiciones más izquierdistas para achicar el espacio a la nueva amenaza política que aparecía por su izquierda. Parece que el PSOE ha evitado ser superado electoralmente por Podemos a cambio de asumir, con desbarajuste, políticas más radicales (no necesariamente de naturaleza económica) y de poner en solfa parte de su pasado más reciente y exitoso.

VEO el mismo riesgo en la relación entre el PP y Vox. El partido de Casado podría adoptar una estrategia parecida a la del PSOE para evitar su decadencia electoral intentando ocupar con declaraciones, gestos y discursos el espacio de Vox. Las pruebas a las que este nuevo partido someterá al PP, y a Ciudadanos en menor grado, serán continuas, más frecuentes y menos acomplejadas según obtenga más poder en sucesivas elecciones (el primer caso lo estamos viendo en las conversaciones para la formación del Gobierno andaluz. Intentarán que sea de universal conocimiento que el cambio andaluz se debe a ellos y, por otro lado, mantendrán una posición política pura, incontaminada e intransigente que es cosustancial con los movimientos políticos extremos). En el pasado se refugiaba toda la derecha en el PP, incluida la que en otros países se cataloga como extrema-derecha. Hoy el peligro consiste en que los dirigentes del PP piensen que sólo pueden competir con el partido de Abascal convirtiéndose en su copia. Así pareciera que la tendencia de los partidos de masas tradicionales por ocupar el espacio político de las formaciones radicales se convierte en inevitable. Olvidan que siempre habrá un límite que podrán traspasar sus peligrosos adversarios pero imposible para ellos, a no ser que caigan en una impugnación total de su pasado y de su esencia. Esa capacidad de traspasar los límites que tienen las expresiones políticas extremas es justamente lo que les hace peligrosos para el sistema democrático.

Los extremos no sólo se terminan pareciendo, también se siguen. A una expresión política extremista de una determinada naturaleza le sigue la aparición de otra de naturaleza opuesta. En España, a los excesos del nacionalismo periférico, a la aparición de Podemos y al debilitamiento de la cobertura ideológica de las formaciones políticas tradicionales, sometidas a la crisis de los partidos de masas, le ha seguido la estelar aparición de Vox. Pero nada es inevitable, por esto mismo la renuncia a caer en la tentación de legitimar los extremos, de hacerlos imprescindibles, de situarlos en el centro del tablero político puede resultar costoso y gozar actualmente de escasas simpatías, pero es el camino correcto para salvaguardar el espíritu fundacional de las democracias social-liberales.

Nicolás Redondo Terreros es miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.