JUAN CARLOS GIRAUTA-EL DEBATE
  • Galicia, bajo el PP, no ha podido ser acusada de secesionismo. Faltaría más. Pero sí de nacionalismo. Una ideología. Ahí están sus políticas lingüísticas para demostrarlo, o su efectivo trabajo en favor de una diglosia extrema que traspasa la escuela y la Administración
Si los modelos del PP de Galicia y del BNG son tan incompatibles, ¿cómo se explica el trasvase de votos del primero al segundo? Sean cuales sean las razones del fenómeno, no lo desentrañaremos sin circunscribirlo al territorio. Para hecho diferencial, el de Galicia. Cataluña es una broma en lo diferencial a estas alturas de la historia. Lo que pasa es que hace muy buen marketing. Lo cierto es que el grueso de Cataluña está en el Área Metropolitana de Barcelona, quinta conurbación de Europa, con más de cinco millones y medio de habitantes (de ocho totales). En una situación de palmaria diglosia, allí la vida suele transcurrir en castellano salvo en el colegio, o en cualquier otra ocasión donde haya una tribuna mirando al público, o un micrófono. Bastante más de la mitad de los catalanes tienen el castellano como lengua materna, todos lo entienden y casi todos lo hablan (99 % y 96 %). La Cataluña que tiene el catalán como tal es minoritaria (alrededor de una tercera parte). Por eso, en contra de lo que sostienen muchas personas bienintencionadas, el castellano no necesita que lo defiendan. Quienes lo necesitan son los españoles de Cataluña que se ven privados del idioma común en la educación y en el trato con la Administración. Ojo al informe de la misión del Parlamento Europeo.
Galicia es el gran hecho diferencial español. Lo es en la era de la fiebre identitaria, la de la búsqueda, construcción e invento sistemático de diferencias, y del consiguiente borrado de rasgos comunes. Casi la tercera parte de los habitantes de Galicia hablan gallego siempre, y el 20 por ciento lo habla más que el castellano. El nacionalismo gallego es una ideología, igual que cualquier otro nacionalismo. Esto es algo que la derecha, en general, aún no ha entendido. Aceptan la dicotomía de naciones con Estado y naciones sin Estado. Lo hace Feijóo –antes de negarlo, lector, búsquelo en la red– sin comprender que toda invocación nacional que no se corresponda con un Estado constituye un futuro conflicto político, a corto o a largo plazo. El consenso constitucional no pudo dar más fruto que el Título VIII en materia de distribución territorial del poder, pero por mucho que se culpe al defectuoso diseño, tan ambiguo, con nacionalidades y regiones que después no se especifican, con dos vías de acceso a la autonomía que parecían apuntar a dos metas diferentes de llegada, lo cierto es que ha sido la deslealtad de unos políticos con nombre y apellidos la que ha provocado el estropicio nacional. Por supuesto, Galicia, bajo el PP, no ha podido ser acusada de secesionismo. Faltaría más. Pero sí de nacionalismo. Una ideología. Ahí están sus políticas lingüísticas para demostrarlo, o su efectivo trabajo en favor de una diglosia extrema que traspasa la escuela y la Administración para meterse en las casas de la gente vía adoctrinamiento infantil. Por eso el votante del PP, que no podría saltar a Bildu o Junts, sí que pude saltar al BNG.