José María Soroa-El Correo
Tiene sentido criticar la bajada de impuestos de Madrid, pero carece de lógica otorgar capacidad fiscal a las comunidades y atacarlas si la ejercitan para reducir las tasas
Aumentar o disminuir la presión fiscal que soportan los contribuyentes de un determinado país o región es una decisión política que cada Gobierno toma por razones mezcladas, en parte económicas y en parte ideológicas. La derecha actual defiende como principio panacea la disminución de la presión fiscal como método para el aumento de la creación social de riqueza y considera ciertos impuestos concretos -por ejemplo, los que gravan el patrimonio o la sucesión hereditaria en los bienes privados- como casos de expolio. La izquierda tiende a defender lo contrario: el aumento de la presión tributaria mediante recargos sobre las grandes empresas, las rentas más altas y los patrimonios relevantes. Su tótem es la redistribución de renta por vía fiscal.
En el sistema autonómico español se decidió hace ya tiempo que las comunidades régimen común -las de régimen foral tienen sus propias reglas- gozasen de cierta y limitada capacidad para influir, hacia arriba o hacia abajo, en el nivel de la presión fiscal que soportasen los ciudadanos de sus territorios, otorgándoles la facultad de legislar sobre un tramo del IRPF. Igualmente, se les entregó para su libre gestión algunos impuestos particulares concretos, como son precisamente los del patrimonio y las sucesiones. En estos tributos cada comunidad puede establecer un tipo 0 o todas las variantes que considere oportunas su Parlamento. Lo cual, como era de esperar, ha llevado en la práctica a una situación de disparidad entre comunidades -y entre ciudadanos españoles- a la hora de heredar y, en general, a la hora de hacer cuentas con Hacienda.
El nuevo Gobierno de la Comunidad de Madrid, de acuerdo con su programa electoral, ha decidido mantener las exenciones en esos impuestos y rebajar más los tipos de gravamen en el de la renta. Todo ello, insisto, dentro de la legalidad y en uso de las facultades de autogobierno que expresamente reconoce el sistema autonómico en vigor. Que la política madrileña de bajar impuestos sea criticada, incluso acerbamente, tiene pleno sentido desde el punto de vista político o ideológico. Que los partidos de la oposición en Madrid prometan corregirlo y hacer la política fiscal opuesta cuando lleguen al poder es incluso lógico; los votos decidirán al respecto en su día, como debe ser en democracia.
Lo que no tiene ninguna lógica, y es algo que revela qué rápido alguna izquierda olvida su federalismo y lo substituye por un centralismo homogeneizador cuando de la ideología se trata, es que se critique el hecho mismo de que las comunidades tengan capacidad fiscal y la ejerciten para bajar los impuestos. Cuando en este país se decidió optar por la descentralización y el autogobierno, ello implicaba necesariamente reconocer competencias, también, en gastos y en tributos. Dentro de unos límites, cada Gobierno puede preferir un mix de impuestos/servicios u otro, puede ser más o menos eficiente en su prestación, puede gestionar mejor o peor. Y las competencias están para usarse ¿Para qué eran si no? Criticar la diferencia en materia fiscal es plenamente incoherente en quienes defienden una cultura federal.
¿Que no debe practicarse una competencia fiscal exagerada como método? Totalmente de acuerdo. Habrá que convencer a los gobiernos del desastre que supone una ‘race to the bottom’ en materia fiscal. Pero ello nunca podrá pretenderse mediante el centralista expediente de suprimir la autonomía fiscal misma. Por otro lado, la competencia, dentro de límites razonables, muestra implacablemente cómo de bien o de mal gestiona cada cual. Quizás es eso lo que no gusta a los igualitaristas.
Si una comunidad reduce sus ingresos fiscales no por ello falta al principio de solidaridad interterritorial, puesto que su nivel de aportación al sistema se calcula una vez descontados los efectos de esa política propia (a igualdad de esfuerzo fiscal). Madrid es la mayor aportante a dicha solidaridad, así como la única comunidad con saldo positivo en la caja común de la Seguridad Social. Que la economía de Madrid se beneficia del efecto capitalidad es obvio, lo mismo que el dato de que ha sabido gestionar eficientemente su centralidad. Otras comunidades fundaron su despegue y riqueza en reservas protegidas del mercado nacional; es decir, crecieron gracias a todos los demás (Cataluña y País Vasco son ejemplos señeros). Es lo que tiene vivir en un país común.
Pero no por beneficiarse de la capitalidad pierde su competencia para gestionar como prefiera dentro de unos límites -más bien estrechos, todo hay que decirlo- sus servicios y sus impuestos. La población sancionará o corregirá con su voto esta política. Y, por otro lado, esa mayor renta o riqueza que crea el efecto capitalidad está compensada por el hecho de que la comunidad beneficiada sufre una sustracción significativa de su renta bruta -hasta un 10%- para redirigirla a las Comunidades de renta inferior, de manera que la renta media disponible per capita en Madrid, después de pasar sobre ella el cepillo fiscal igualador es más próxima a la de Extremadura que antes del esfuerzo nivelador del Estado.
Por último, poco sentido tiene usar del ejemplo de Madrid como supuesto ‘oasis’ para justificar subliminalmente el caso anómalo de los resultados del sistema de financiación foral en el que, a igualdad de esfuerzo fiscal y para un mismo elenco de competencias, la Administración regional recibe el doble de financiación pública por habitante que la media española. Sencillamente, el caso foral no es en lo más importante uno de baja fiscalidad -que también-, sino uno en que una comunidad ‘rica’ retiene para sí misma -sin aportar nada a la solidaridad interterritorial- todo el incremento producido por la progresividad de los impuestos. El País Vasco recauda más con una presión fiscal similar porque es más rico, pero no aporta ese excedente al fondo común de la solidaridad, sino que lo retiene todo para sí. De ahí su singular privilegio. Del que la izquierda, tan federal ella, no dice ni ‘mu’, por cierto. Aquí le puede el respeto por los chismes históricos.