José Luis Alvite, LA RAZÓN, 14/12/11
A falta de ideas cautivadoras, un político puede captar el interés de la gente gracias a una sonrisa sugerente, por los rasgos de un rostro hermoso o porque tiene una de esas voces pausadas y profundas que hace agradables las malas noticias. Esa era la seducción de John F. Kennedy, al que le bastó su desenvoltura de tenista para derrotar a Richard Nixon en un debate que resultó desigual porque su oponente parecía un tipo corriente que solo habría merecido disputar con otros hombres tan grises como él un puesto subalterno en la cocina de la Casa Blanca. La belleza es a menudo un eficaz sustitutivo de las ideas. Supongo que eso es así porque hay un sector del electorado que se hace adepto de un político determinado con los mismos criterios con los que escoge en la tienda su jabón de tocador. Pero si uno repasa las imágenes del hemiciclo del Congreso de los Diputados, se da cuenta de que no es así en el caso de los representantes de Amaiur, que son unos señores hoscos y despeinados que parecen recién despojados de la capucha. Supongo que sus votantes son gente con una profunda y sólida convicción política y que confían en la eficacia parlamentaria de unos señores que a simple vista no se sabe muy si son depositarios de una ideología o víctimas de un cólico nefrítico. En mi última visita al hospital vi que tenía ese mismo aspecto el abnegado paciente que me confesó estar a punto de expulsar por la uretra un cálculo renal. A lo mejor es que hay idearios políticos con la misma fotogenia que ciertas patologías. Y aunque no soy amigo de prejuzgar a nadie, la verdad es que creo que si uno de esos tipos de Amaiur se me acercase por la calle y me preguntase la hora, sin dudar ni un segundo se la daría sudando y con los brazos en alto.
José Luis Alvite, LA RAZÓN, 14/12/11