Manuel Montero, EL CORREO, 24/6/12
La aplicación lisa y llana de mecanismos doctrinales está en la raíz de algunos de nuestros desastres
El debate público español consiste, primero, en proponer soluciones sencillas a problemas complejos. Después, en definir éstos de forma que las soluciones encajen como anillo al dedo. Así, los problemas pasan a plantearse de forma simple, de modo que parezcan el huevo de Colón y el otro un bobo o un interesado para no verlo. Algunos ejemplos: la crisis nos deja sin dinero, por lo que hay que gastar más, que fluya la abundancia; los vascos sufren persecuciones seculares, ergo con la independencia se restablecerá la convivencia.
Este tipo de debate sale fácil, pues lo importante no es estudiar el problema, sino enunciar la solución. Y esta viene definida por unas ideologías que aquí no destacan por su lucidez, sino por la simplificación argumental. Más que una imagen de la sociedad y el propósito de mejorarla proporcionan una colección de soluciones drásticas. De ultrasoluciones, es decir, soluciones radicales cuya aplicación suele ser la mejor forma de que un problema se convierta en irresoluble. No son respuestas a los problemas que existen, sino proyectos que lo solucionarían todo, como fórmulas mágicas. Lo más desconcertante del Plan Ibarretxe o del Estatut no fue su contenido, sino el convencimiento que tenían sus mentores de que eran la solución definitiva a la cuestión vasca y catalana, sin atisbar los problemas que plantearían.
Lo anterior vale también para la forma en que se está afrontando la crisis. Partidos y sindicatos contraponen apriorismos. Si hay déficit y no hay crecimiento no se define el problema, pues es complejo. No importa, cada cual tiene ya la solución, escrita en su ideario: que no haya impuestos, que sí, que se elimine el déficit, aumentarlo para que arrastre de nosotros. La lógica de los argumentos no analiza lo que hay, sino que parte de los presupuestos ideológicos.
La aplicación lisa y llana de mecanismos doctrinales está en la raíz de algunos de nuestros desastres. Sobre todo, porque nuestras ideologías dan en fórmulas estereotipadas que no llevan detrás demasiada reflexión. Más bien son slogans, lemas, cuyo enunciado cumple la función de programas completos. Así, el debate no discute argumentos, ni siquiera contrasta estructuras ideológicas. Consiste en un enunciado compulsivo de lemas.
Todas las doctrinas tienden a pensar que si estuvieran solas y pudiesen desarrollar plenamente su ideario viviríamos en el paraíso, fuese la Euskal Herria socialista desespañolizada, la España sin impuestos ni sindicatos alborotadores, la del juicio a los banqueros y liquidación de ricos, la del Estado español consagrado a la memoria histórica, la Euskadi de los chiringuitos nacionales…
El debate público se produce con dos condiciones. A) El político que enuncia su propuesta-lema quiere sobre todo quedar bien, como un buen tipo (y remarcar la mala fe del enemigo), dejar claro que desea lo mejor para nosotros, faltaría más. B) Cualquier propuesta ha de sugerir que sus ideas de cambiar el mundo incluyen mantenerlo en sus rasgos básicos, que todo siga como estaba antes. ‘Antes’ quiere decir antes de la crisis, el mejor de los mundos desde la perspectiva actual, aunque fuese denigrado en su día.
Incluso cuando se presenta un programa que se dice «reformista y de progreso» –o rupturista– se deja claro que como mínimo se busca volver a aquel paraíso. Si se anuncia un nuevo modelo, algo bastante frecuente, este nuevo modelo mantiene tales situaciones previas. Cuando mucho, se dice que caeremos sobre los ricos (una entelequia, tal y como se formula) y sobre los políticos corruptos (los del otro partido), pero en lo fundamental las propuestas son siempre conservadoras, pues les gustaría conservar las formas de vida de antes de la crisis.
Si por un casual llega algún cambio social –ha ido pasando estas décadas– no es producto de propuestas ideológicas, sino consecuencia colateral de los momentos de crecimiento, de los de crisis y de su combinación sucesiva. Cambiamos al margen de la política.
Consuma el vaciado ideológico otra circunstancia. En esta época de tribulaciones el poder hace lo mismo, lo ocupe quien lo ocupe: subir impuestos, recortar servicios, reajustar. La oposición sirve para criticarlo a calzón quitado. El Gobierno para echar la culpa al contrario, que le he precedido, y decir que no queda otra.
Las propuestas ideológicas quedan para que la oposición atice con ellas al Gobierno. Es toda su función. Una vez que la oposición se hace Gobierno los papeles se invierten, pues donde decía digo dice diego. La oposición, por contra, olvida sus excusas de cuando era Gobierno y, de vuelta a la tierra, puede sacudir con todo su arsenal doctrinal, no complejo.
De este vacío ideológico se deriva el aspecto de ‘déjà vu’ de la política española. Las elecciones no sirven para cambiar la política del Gobierno, sino para designar al Gobierno que nos aplicará la misma política. También para decir quién será la oposición, que lucirá los mismos lemas o parecidos a su predecesor, hoy trasmutado en Gobierno defensivo, al albur de que le saquen los colores con las hemerotecas.
Así las cosas, la revolución sería que un partido sorprendiese saliéndose de este esquema. Que dijese algo más que lemas y lo soportase abajo y arriba. Y que dejara de verse como un dechado de bondad, una especie de ángel salvador con soluciones sencillísimas, que las entienden hasta sus militantes, de mente tampoco complicada. Más que nada, porque los problemas complejos suelen tener respuestas complejas y los complican más los maniqueísmos de las soluciones definitivas y salvadoras.
Manuel Montero, EL CORREO, 24/6/12