Arcadi Espada-El Mundo
Este jueves la vicepresidenta Calvo se pasó toda la entrevista con Alsina presionando a la Abogacía del Estado y a la Fiscalía del Supremo para que rebajen la petición de pena contra los presos nacionalistas. Su principal argumento fue que los hechos del pasado otoño no fueron un golpe de Estado. Y si no fueron un golpe de Estado, decae a su juicio el delito de rebelión del que el instructor Llarena los acusa. En los días del 155 Calvo había calificado los hechos de golpe, en una réplica a Ada Colau. Le pregunté por esa contradicción y le invité a que pusiera nuevo nombre a los hechos. La buena mujer me encargó a mí la tarea, que no obstante desdeñé por razones de competencia.
-Pues, entonces, diga golpe, golpe –me contestó.
-¿Pero golpe de qué? ¿Golpe de martillo, golpe de.?
Luego, en la escalera de siempre, se me ocurrieron otros muchos. Un golpe de calor. Un golpe bajo. Un golpe de aire. Un mal golpe, en recuerdo de Bayón. Y el mejor, que se lo grité solo al viento: ¡un golpe franco!
-Una ruptura –eso había sido lo último que le oí decir.
La vicepresidenta dice que hubo una ruptura. Sintetizando: Calvo, claro, dice que no hubo delito. Las presiones a los abogados del Estado y a la Fiscalía tienen un sentido: tratar de limitar al máximo las responsabilidades de la política. Oí mucho durante el tiempo de Rajoy el mantra de que el Gobierno dejaba en manos de los jueces lo que le tocaba hacer a él. Es una afirmación algo sorprendente, si se tiene en cuenta que solo después de que Rajoy destituyera en pleno al gobierno de la Generalidad los jueces lo metieron en la cárcel. Ahora no oigo decir eso a nadie. Y es un buen momento. El objetivo gubernamental está trazado aunque los caminos sean tortuosos y estén sujetos al imponderable del cisne negro: reválida electoral de la actual mayoría parlamentaria e indulto a cambio del abandono de la vía unilateral. El indulto, por cierto, requiere de los golpistas un último golpe, de pecho. Pero el Gobierno necesita ayudas. La de los jueces es básica. No es lo mismo indultar a rebeldes (hasta 30 años de cárcel) que a desobedientes (dos años de inhabilitación tomando a Artur Mas por testigo).
Desobediencia se parece a ruptura. «Desórdenes, desobediencia, eso es lo que puede haber» [y no rebelión y no sedición], había dicho días atrás el expresidente del Constitucional y del Supremo, Pascual Sala, de 83 años. Para cualquiera que haya leído los periódicos en estos últimos seis años la calificación sería asombrosa. Pero ya nadie lee los periódicos. El 20 de septiembre de 2012, después de que el presidente Rajoy rechazara en su entrevista con el presidente Mas la exigencia nacionalista de un pacto fiscal, el gobierno de la Generalidad y la Asamblea Nacional Catalana pusieron en marcha lo que acabó llamándose el Proceso. Un intento de derrocamiento del orden constitucional que combinó el quebrantamiento de la ley a manos de instituciones del propio Estado (Gobierno, Parlamento, Policía, Administración) con el uso, primero, de la capacidad de intimidación de las masas y luego de su pura fuerza, concretada especialmente en la jornada del 1 de octubre, cuando miles de ciudadanos impidieron que se cumplieran las órdenes judiciales de retirada de las urnas dispuestas para el referéndum ilegal que había convocado el presidente de la Generalidad. Cualquier ciudadano –ciudadano– sabe que ése es el hecho que debe juzgarse. Y que sus responsables (muchas veces la Justicia es inevitablemente sinecdótica) pueden encontrarse tanto entre aquellos que «se alcen pública y tumultuariamente para impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales la aplicación de las Leyes o a cualquier autoridad, corporación oficial o funcionario público, el legítimo ejercicio de sus funciones o el cumplimiento de sus acuerdos, o de las resoluciones administrativas o judiciales». (544, delito de sedición) como entre los que «se alzaren violenta y públicamente para declarar la independencia de una parte del territorio nacional» (472, delito de rebelión). El régimen constitucional español solo puede cambiarse por el acuerdo entre los españoles o por la violencia contra los españoles. Es evidente que los nacionalistas eligieron esta última vía. No fueron los primeros. ETA y el teniente coronel Tejero quisieron hacer lo mismo. La primera provocando miles de víctimas. Como el de Tejero, el golpe catalán ha sido incruento: con violencia, pero sin sangre. Sus consecuencias políticas, morales y económicas han sido, sin embargo, mucho más graves.
Es legítimo que, ante este cuadro, la política plantee sus exigencias. Al igual que, como pretende la podemia, el resto de los españoles podrían ceder una parte de su soberanía a los catalanes, con lo que hablar de catalanes y españoles cobraría sentido político, los españoles podrían decidir perdonar a los culpables del golpe. No es necesario, por supuesto, un referéndum: basta con que la izquierda se presentara a las elecciones con esta propuesta y obtuviera la mayoría. El problema es que el Gobierno no está seguro de que con esta condición su mayoría prosperase. Así que prefiere trabajar por debajo de la mesa. Es posible que encuentre alianzas judiciales. Hay un precedente poderoso. El 13 de marzo del año pasado Artur Mas fue condenado a dos años de inhabilitación por haber organizado el primer referéndum ilegal de autodeterminación. Fue condenado por desobediencia y absuelto de prevaricación. Esta última absolución supone que los jueces creyeron, asombrosamente, que el expresidente de la Generalidad actuó con el convencimiento de que era legal todo lo que hizo. La resolución la tomaron los jueces, pero después de que el fiscal Emilio Sánchez Ulled se la pusiera en bandeja. En su desganado alegato final anunció que no retiraba la acusación de prevaricación, pero que si el presidente del tribunal no la tenía en cuenta haría santamente y bien. Sánchez Ulled tenía experiencia en desganas. De sus conclusiones provisionales en el juicio oral había descartado acusar a Mas de malversación. O sea, había descartado que fuera a la cárcel. Semejante favor a la democracia, al Estado de Derecho, a la moral pública y al respeto a la inteligencia de los ciudadanos, suponía aceptar que entre 2012 y 2014, es decir, entre el frustrado pacto fiscal y la consulta del 9-N, el gobierno catalán no había malversado un euro de los ciudadanos españoles en la decisiva primera parte del Proceso. Es decir, que la democracia española no solo toleraba las ideas que propugnaban su destrucción y transigía con las conductas que trabajaban por su destrucción; mucho más y más ejemplar: la democracia española financiaba las actividades destinadas a su destrucción. Por desgracia nadie, y quién habría podido hacerlo sino una acusación realmente popular –popular, preparada y tajante–, se levantó en aquel juicio para decirle a Sánchez Ulled y a la Fiscalía en pleno, y a aquel Gobierno de aquella Nación lo obvio: «Bien está que la nuestra no sea una democracia militante; otra cosa es que tenga que ser una democracia idiota».
El problema es cómo explicar esto ahora, dada su propia e incontrovertible presencia, a la vicepresidenta Calvo, claro.
Sigue ciega tu camino
A.