ABC 14/01/14
JUAN CARLOS GIRAUTA
· Una escena como la del matadero de Durango es inimaginable con cualquier otro colectivo de criminales
No nos engañemos. El uso de la violencia ha gozado, y sigue gozando, de un enorme prestigio entre intelectuales, periodistas y artistas, siempre y cuando se invoquen móviles políticos. Sabemos por Tom Wolf (Radical Chic) cómo la elite neoyorquina acudió al suntuoso apartamento del músico Leonard Bernstein en el Upper East Side, un día de enero de 1970, para donar fondos a los Panteras Negras. «¡Me chifla, absolutamente!» –exclamó el autor de West Side Story y Un día en Nueva York ante las bravatas de Donald Cox, quien para entonces ya habría asesinado, según la policía, a un informante de su grupo.
Las Brigadas Rojas en Italia, o la Fracción del Ejército Rojo en Alemania, fascinaron a numerosos cronistas, profesores y creadores. Un puñado de películas españolas dan fe del trato comprensivo, de la voluntad de humanización, de la indudable empatía que han despertado los asesinos de centenares de compatriotas entre algunas gentes del cine. Su preocupación por acercarnos a las víctimas, existiendo, ha arrojado muchas menos cintas y ha contado con difícil financiación y limitadísima distribución.
Es el móvil político el que permite que tantos observadores queden deslumbrados por el objetivo declarado del terrorismo –o, más genéricamente, por la existencia de un objetivo presentado como deseable, o al menos como justo– y pierdan de vista los impactos concretos de las balas, las vísceras reventadas, los cerebros sobre la maleza o sobre el asfalto. Ello supone un fracaso intelectual y moral de nuestra civilización, un fracaso que ocurre en los pequeños segmentos sociales que se consideran, con gran ligereza, depositarios de los valores civilizatorios, de su conservación, difusión y ensanchamiento.
Que alguien despedace a hachazos a una familia del vecindario porque pone la música demasiado alta por la noche nunca dará pie a un debate sobre el volumen adecuado de los altavoces a partir de las diez. Muchísimo menos se planteará jamás qué pudo haber hecho la esposa estrangulada para que el marido decidiera acabar con ella, por mucho que el uxo-ricida se empeñe en contextualizar su crimen. Quienes no han entendido todavía que son las acciones lo que nos definen, los medios que empleamos, y no los fines declarados, no han entendido nada sobre la sociedad, sobre la democracia ni sobre la ética básica. Y, obviamente, no podrá entender nada sobre el sentido de la ley.
Una escena como la del matadero de Durango, por bien que los participantes hubieran cumplido con sus penas, es inimaginable con cualquier otro colectivo de criminales. No quiero poner ejemplos; juegue el lector con su imaginación: rueda de prensa de violadores, presentación pública de conductores suicidas… Lo único que explica la comparecencia social de matarifes en la localidad vizcaína, y su puntual cobertura mediática, es aquella finalidad invocada que tapa la sangre vertida; la aceptación por parte de una serie de pequeños grupos influyentes –que injustamente se proclaman progresistas– de que el anuncio de algún cambio en el enfoque «estratégico» de ese hatajo de asesinos, que ahora ven interesante el derecho a decidir, encierra algún interés. Lo cual exige que dichas elites pierdan de vista ciertas evidencias accesibles a cualquier publicista, como que los medios hicieron de realizadores de un spot de ETA.
El prestigio del terrorismo sigue vigente. Porque hay que agradecerles que, de momento, no nos maten, y ese agradecimiento comporta cesiones del Estado, que coloca al enemigo en las instituciones, manejando dinero público e investido de autoridad. Así, en una actuación judicial y policial contra un frente etarra clave, lo suyo es dudar de la Justicia y de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, y creer a Arantza Zulueta.