José María Ruiz Soroa-El Correo
La humanidad es un reino de seres morales, cosa que no es la zoología o el medio ambiente. Especies depredadoras son ambientalmente útiles; los depredadores humanos, no
Leo en EL CORREO una entrevista con la nueva y guipuzcoana ministra de Exteriores, Arancha González Laya. Entre otras muchas cosas relevantes, afirma:«Modestamente, yo puedo aportar al Gobierno de España el valor de la diversidad». Sorprendente. Si la realidad, según ella misma, es la de que «España es un país muy diverso en lenguas, en culturas, en tradiciones o en cocina» (cosa bastante obvia, por cierto) no se comprende cómo sucedería que ella precisamente, y sólo ella, aportaría al Gobierno el valor de la diversidad. Es de suponer que lo diverso lo aportarán todos los españoles que lo componen, sean gallegos, castellanos, canarios, murcianos… ¿O es que ellos no son diversos? Atribuirse en exclusiva la titularidad del valor de la diversidad, como hace la ministra, delata que en el fondo está imbuida de ese sentimiento subliminal de que, en realidad, sólo los vascos somos de verdad diferentes en España, el resto son todos… españoles. La diferencia como propiedad exclusiva nuestra.
Pero, bueno, esta contradicción es lo de menos. Lo interesante es constatar que la ministra cree a pies juntillas en el valor de la diversidad cultural, que contrapone ella misma a la homogeneidad: «Algunos piensan que lo importante es hacer ciudadanos homogéneos. Yo creo más en apalancar (sic) la diversidad». Una creencia esta, la del excelso valor de la diversidad respecto al negativo de la homogeneidad, de raíz típicamente romántica, que comparte desde luego con gran parte del pensamiento sociológico actual y también con la corrección política progresista hispana. Hasta la Unesco tiene establecido que, igual que sucede en el mundo vegetal o animal, la diversidad es un valor relevante para la humanidad. Se ha convertido en un «ídolo de la tribu» en el sentido de Francis Bacon.
Pero, a poco que se reflexione, esta creencia en la diversidad como valor se revela mal fundada. Por referirnos a la cita última de Unesco, ésta olvida (¡ahí es nada!) que la humanidad es un reino de seres morales, cosa que no es la zoología o la botánica o el medio ambiente. Especies depredadoras son ambientalmente útiles, los depredadores humanos no. Lo que allí es diversidad aquí es a veces maldad. Hacer analogías apresuradas entre la humanidad y la botánica no es recomendable para entender a esta última.
Y es que la diversidad humana nace de la contingencia o de la historia; es decir, uno se encuentra culturalmente diverso simplemente porque le han nacido en un grupo humano y no en otro. ¿Cómo podría entonces ser moralmente valioso (no estética o descriptivamente, sino moralmente) algo que el ser humano encuentra ya determinado y no es fruto de su libertad ni de su elección? Garzón Valdés trató luminosamente las falacias asociadas a la diversidad cultural en el pensamiento apresurado actual y concluyó tajante: como tal es moralmente irrelevante, neutra si prefieren decirlo así. La diversidad no es un bien por sí misma, ni sus contenidos concretos merecen un estatus privilegiado en el mundo ético. Los marcos o contextos culturales diversos que ha creado durante siglos la humanidad no son por sí mismos ni más ni menos valiosos. Otra cosa es el respeto que merezcan quienes viven en ellos y quieren identificarse con ellos, pero ese respeto deriva de la igual dignidad de que goza cualquier ser humano, no del propio marco cultural en sí.
Digresión: ¿sería España como grupo humano más valioso, dada su rica diversidad interna, que el grupo nacional portugués, el único según se dice que en toda Europa posee una etnicidad homogénea? ¿Sería Indonesia supervaliosa por el hecho de contar entre su población con nada menos que trescientas lenguas? ¿O más bien tiene un terrible problema por exceso de diversidad?
En las palabras de la ministra late una seria equivocación: la de confundir diversidad con pluralismo. Este último, entendido como la creciente variedad de maneras o roles en que el ser humano se manifiesta y quiere ser reconocido en sociedad, sí que posee valor propio por ser fruto de la libertad de opción vital. La diversidad grupal, por el contrario, es un puro dato recibido desde fuera, no una elección. Y, lo que es peor aún, en un movimiento previsible y típicamente hegeliano, sucede que para ser diversos de los demás, los grupos humanos tienden a caer en la dictadura social de mantenerse internamente homogéneos. O su gobierno se preocupa de que lo sean mediante una política de conservacionismo cultural similar a la que se practica con el medio ambiente. La diversidad ad extra se transforma en la homogeneidad ad intra. Una cosa en su contraria. Algunos vascos sabemos un poco de cómo nos hacen igualitos en la diversidad que nos ha tocado, querámoslo o no.
Los historiadores William y John McNeill (‘Las redes humanas’) pusieron de manifiesto de manera concienzuda que el discurrir de la humanidad ha ido desde la homogeneidad inicial de unos pocos seres a la intensa diversidad grupal cuando se separaron, pero que a partir de cierto momento, el de las sociedades agrícolas, se estableció una corriente de disminución imparable de la diversidad a favor de… la complejidad. No de la homogeneidad ‘macdonalizada’ (el espantajo de los culturalistas), sino de la complejidad, que es cosa muy distinta: los grupos humanos son cada vez más parecidos entre sí, pero en su interior hay cada vez más diferencias interpersonales y más riqueza para optar por modelos y planes de vida.
Por eso, y en contra de lo que piensa la señora ministra, quienes defendemos la igualdad de los ciudadanos no queremos igualar u homogeneizar sus contingencias culturales (¡allá ellos con la que deseen!), sino igualarlos en su autonomía; es decir, en su libertad para examinar, criticar, rechazar o aceptar cualesquiera «mundo de la vida» en que hayan nacido o crecido. La igualdad en dignidad de unos seres que quieren ser mayores de edad. Eso es la ciudadanía, más allá de la cocina regional.