Los parlamentos no deciden la verdad, la justicia, o la bondad por mayoría. Se decide lo que todos deberán acatar para que la convivencia sea posible. Nadie es obligado a que esas leyes conformen su conciencia. Si un gobierno cree que por criticar ciertas leyes una persona u organización se coloca fuera de la democracia, es que todavía no ha llegado al dintel de ella.
Parece mentira que después de treinta años de democracia en España, las relaciones entre un gobierno democrático y la Iglesia católica sean tan turbulentas como lo han sido en los últimos cuatro años. Y más mentira parece que quienes tanto reclaman de la Iglesia católica que sea más evangélica argumenten con la financiación de la Iglesia para demostrar la buena voluntad del Gobierno de Zapatero: no parece que el dinero, el vulgar dinero, sea la medida de la bondad evangélica.
Pero dejando de lado esa cuestión colateral y secundaria, conviene reflexionar sobre lo que ha sucedido, más allá incluso de lo que pueda haber de táctica electoral tanto en una parte como en otra: no es inocente que la Iglesia sea activa en una manifestación en vísperas electorales, ni es inocente la reacción del Gobierno y del PSOE ante la capacidad de movilización de lo que acostumbran a llamar derecha a secas, o extrema derecha.
Porque en todo ello está en juego una adecuada comprensión de la democracia, sin la cual es difícil desarrollar una cultura democrática, cultura necesaria para dotar de sustrato suficiente a las instituciones. Es evidente que la democracia no surgió directamente de las enseñanzas del evangelio. Es evidente que la Iglesia no es una adelantada de la democracia en el sentido moderno. Ni falta que le hace: no son democráticos los partidos políticos consagrados por la Constitución como pilares del sistema democrático parlamentario y representativo, con lo que la exigencia a la Iglesia de que sea viva democracia interna está de sobra en este debate.
Lo que se debate es el derecho de la Iglesia a creer que existe un derecho natural que regula dogmáticamente el derecho positivo, y el derecho que plantea a ser la intérprete privilegiada de dicho derecho natural. Para el Estado de derecho kelseniano no existe derecho natural fuera del derecho positivo. Y mucho menos existe una institución, la que sea, con el derecho a plantear su condición de intéprete privilegiada del derecho natural. Ni cuando del matrimonio se trata ni cuando de los derechos colectivos, incluido el de autodeterminación. Si la Iglesia cree poder imponer al Estado su interpretación de su derecho natural, contraviene los supuestos de la democracia. Y en este caso el Estado de Derecho, que no puede menos que ser aconfesional, debe defenderse.
Pero de la misma manera es preciso exigir de los gobernantes y de los partidos democráticos que si no existe derecho natural ni interpretación privilegiada de él, menos se puede pretender que una ley, un conjunto de leyes, por mucha aprobación parlamentaria que tengan a sus espaldas, representen ni la verdad última, ni la justicia, ni la bondad. Representan exclusivamente lo que la representación de los ciudadanos ha decidido que será norma de convivencia durante un tiempo, y siempre que no dañe a lo que sustituye al derecho natural como idea regulativa en un sistema de derecho positivo: los derechos humanos, que como bien decía Michael Walzer, deben ser pocos para que puedan ser universales.
La democracia, los parlamentos, el sistema representativo no decide la verdad por mayoría. Ni la justicia, ni la bondad. Lo que se decide por mayoría es lo que todos deberán acatar para que la convivencia sea posible. Pero ello no obliga a nadie a que esas leyes conformen la columna vertebral de su conciencia. Se puede estar en contra de esas leyes, acatándolas. Nadie se tiene que suicidar tomando la cicuta en las democracias modernas, porque el sustrato de todos los derechos y de todas las libertades modernas es la libertad de conciencia.
Si un gobierno y un partido no entienden esto, si creen que por criticar determinadas leyes alguien, persona individual u organización social, se coloca fuera de la democracia, es que todavía no ha llegado al dintel de ella. Una democracia sin crítica se muere, Y lo que se puede criticar en una democracia no es sólo la acción de gobierno, sino también la acción del legislativo. El respeto a las minorías, como mandato básico de la democracia, no se deriva de la obligación de ser tolerante, sino del reconocimiento de que los parlamentos no deciden la verdad, y de que ésta, o parte de ella, puede estar en la minoría.
Llama la atención que en el debate político en el que tantas veces se ha repetido que todas las ideas, todos los proyectos políticos son defendibles, e incluso legítimos, si se hace por medios pacíficos -discurso repetido hasta la saciedad, especialmente desde la izquierda, respecto de los planteamientos nacionalistas radicales, aunque merecedor de críticas y matices sustanciales-, no se traslade la misma idea a las manifestaciones de una parte de la jerarquía y de la Iglesia españolas. Tampoco ayudan las referencias al comportamiento de otras jerarquías y de otras iglesias locales: no será nada fácil encontrar una iglesia local en Europa, y menos una jerarquía católica en algún país europeo que no tenga dificultades con la legislación respectiva del aborto, con el matrimonio homosexual y con la regulación de la presencia social de las manifestaciones de fe. Es posible que la Iglesia española sea especial, pero no más que son especiales los partidos políticos españoles, el fútbol español, la economía española y el cine español.
Resulta curiosa y llamativa la furia reformadora que se pone de manifiesto con ocasión de estos debates: desde todos los rincones surgen llamadas a la necesidad de que la Iglesia, especialmente la jerarquía, se reforme leyendo mejor los evangelios y entendiendo mejor el mensaje de Jesús. Unos lo hacen desde un proclamado ateísmo, otros reconociéndose cristianos. Y es verdad que la Iglesia, la española y la universal, están siempre necesitadas de reforma. La historia de la Iglesia católica es la historia de sus reformas.
Pero también en esto es necesario ir a lo sustancial. Abraham -profeta para judíos, cristianos y musulmanes por igual- es llamado padre de los creyentes, porque fue hijo de la promesa, de una promesa de descendencia multitudinaria, y puesto a prueba en su lealtad a la promesa por el mandato de sacrificar a su único hijo. Descendencia multitudinaria y promesa de futuro van unidos en la fe que fundamenta la tradición judía, cristiana y musulmana, algo que no debiera olvidar una Europa de la que Alain Touraine escribe que ya no es más un continente de luchadores; se está convirtiendo en un continente de jubilados (Un nuevo paradigma para comprender el mundo de hoy).
Pero hay algo más sustancial si se quiere una verdadera reforma de la Iglesia. El Antiguo Testamento no conoce otro pecado que el de idolatría, y el Nuevo lo eleva a pecado contra el Espíritu. Y el autoaseguramiento, la confianza en sí mismo, la autonomía total, la identidad en cuanto seguridad en sí mismo como obstáculo a la fe, a la entrega al Dios que salva es idolatría, es pecado contra el Espíritu, es lo único que condenan los evangelios, y el punto de partida necesario para entender correctamente el significado del amor al prójimo, la disposición a desnudarse de sí mismo.
El dogma es la transformación de la verdad prometida en posesión actual, y camino a la idolatría. Pero también todas las políticas de identidad, y especialmente esas políticas de identidad que han llenado el debate político a lo largo de los últimos cuatro años son poco compatibles con el ideal evangélico. Si realmente se busca, con sinceridad y no sólo con ánimo de deslegitimar a la jerarquía, una reforma de la Iglesia, se podría comenzar por la crítica de las propias posiciones políticas.
(Joseba Arregi es ex diputado y ex militante del PNV, y autor de numerosos ensayos sobre la realidad social y política del País Vasco, como ‘Ser nacionalista’ y ‘La nación vasca posible’)
Joseba Arregi, EL MUNDO, 21/1/2008