RUBÉN AMÓN-EL CONFIDENCIAL
- La adhesión del vicepresidente al vandalismo ultra coloca al Gobierno en una posición inaceptable y lleva al ridículo el discurso de la pureza democrática
Pablo Iglesias tiene una relación asimétrica con la violencia, la democracia y la libertad de expresión. Se concede para sí mismo el privilegio de explorarlas hasta donde quiere, pero recela del uso que hacen de ellas ‘los otros’. Y no solo desde una perspectiva personal o conceptual, sino con las facultades que le otorgan los galones de vicepresidente del Gobierno.
Cada vez retuerce más Iglesias la convivencia en la corrala de la izquierda. Y cada vez más resultan inadmisibles sus posicionamientos. Especialmente cuando él mismo y sus costaleros han decidido convertirse en cómplices e incitadores de la violencia callejera. Iglesias la considera legítima cuando la ejecutan los ultras y los antisistema, pero la juzga inadmisible cuando ejercen su trabajo y ejecutan las órdenes las fuerzas de seguridad del Estado.
El planteamiento es a la vez subversivo, temerario y sectario. Sectario, porque la simpatía hacia el vandalismo que caracteriza la pasión callejera de Unidas Podemos se convierte en anatema refractario cuando salen a la calle los matones de la ultraderecha. Es entonces cuando Iglesias y sus rapsodas adquieren una insólita adhesión al aparato represor del Estado. Y cuando condescienden con la firmeza de las cargas policiales, aunque nunca hasta el extremo de empatizar con los antidisturbios. Iglesias y sus obispos recelan de la policía conceptualmente. Ignoran que son funcionaros cumpliendo instrucciones superiores. Le atribuyen la dentadura de la opresión. Y generalizan la mala reputación a la del Ejército, más o menos como si la nostalgia del franquismo requiriera la demonización de los uniformes. Claro que la policía debe ejercer su misión proporcionalmente y exponerse a la depuración de cualquier exceso, pero la aversión de Unidas Podemos al hombre de la porra aspira a consolidar la fantasía de una feroz represión.
Repugna la colusión de Podemos con la violencia. Y escandaliza la versión exculpatoria que se están trabajando sus relatores, Jaume Asens en cabeza. De acuerdo con él y con ellos, el patético caso Hasél sería la espita con que la juventud hastiada (y narcisista) exterioriza la aspiración de una democracia pura. La manera de conseguirla consistiría en quemar contenedores, atacar a la policía, saquear negocios y vandalizar las sedes de la prensa.
Resultaba interesante el ‘asalto’ a ‘El Periódico de Catalunya’, porque pervirtió el debate de la libertad de expresión. Y porque simboliza la pretensión de coartarla. Iglesias quiere y necesita controlar la prensa, como ya expuso el martes en la sede parlamentaria. Le sucede lo mismo con los jueces, con la jefatura del Estado y con la Constitución. La democracia a la que aspira Iglesias consiste en un modelo autoritario y estatalista. Por eso no le satisface la que disfrutamos en España. Y por la misma razón condesciende con la violencia de los chacales de Barcelona y Madrid, hasta el extremo de convertirlos en una réplica agresiva y degenerativa del 15-M.
La democracia a la que aspira Iglesias consiste en un modelo autoritario y estatalista. Por eso no le satisface la que disfrutamos en España
Iglesias se ha colocado en una posición insoportable. Debe frustrarle su papel de utillero en el Gobierno de Sánchez. Y debe irritarle el narcisismo omnipotente del patrón socialista. Se diría que el líder de Unidas Podemos ha quedado atrapado entre las convenciones del sistema. Y que los privilegios de haberse convertido en expresión absoluta de la casta le procuran momentos de cierto desasosiego, como si tuviera nostalgia de sus años de activista. Le gustaría echarse a la calle, coger un megáfono y una bengala, aunque este ejercicio de regresión y de afinidad a la ‘kale borroka’ explica que se haya convertido él mismo en el brazo político de la violencia. Curiosa democracia aquella que convierte al gobernante en patrocinador de la subversión. Que recela de las fuerzas del orden. Y que pretende estar a la vez en la calle y en el palacio. No se puede reclamar a los ciudadanos el cumplimiento de las leyes cuando es el vicepresidente del Gobierno quien incita el desorden. Viene ocurriendo desde hace varios años en Cataluña, se ha normalizado el sabotaje desde las instituciones mismas. Torra movilizaba a los CDR siendo ‘president’, igual que ahora Puigdemont estimula a los ‘hooligans’ que incendian Barcelona.
La diferencia acaso concierne a la causa. No porque sea legítimo el delirio del supremacismo nacionalista, sino porque resulta enormemente embarazoso convertir al mamarracho de Pablo Hasél en un icono de la libertad y en un mártir del Estado opresor al que Iglesias pertenece ‘part-time’ con su despacho de la vicepresidencia del Gobierno.
Hay razones para corregir un Código Penal obsoleto y hasta absurdo. Hay motivos para descatalogar los delitos de enaltecimiento al terrorismo, de ofensa a la Corona y de profanación de la Iglesia. La libertad de expresión es un indicador absoluto de una democracia aseada, pero aterra pensar que sea Pablo Iglesias quien se va a ocupar de salvaguardarla.