Javier Rupérez, EL IMPARCIAL, 13/10/11
No son nuevas las noticias sobre el hostigamiento que en Egipto sufren los cristianos coptos por parte de diversos sectores de la mayoría musulmana. A lo largo de los últimos meses se han multiplicado los incidentes, por ahora culminados en la muerte de más de veinte miembros de la comunidad cristiana que protestaban en El Cairo por la quema de una de sus iglesias en las cercanías de Asuán, en el sur del país. Y han sido fuerzas militares las que han reprimido con brutalidad una manifestación que se quería pacifica y que ha acabado con la matanza de más de dos docenas de personas.
A los pocos meses de que los egipcios expulsaran del poder a Mubarak y a su régimen, con la alegría, el entusiasmo y la esperanza que bien se recordará, esta trágica historia dice mucho y malo sobre la evolución del país tras la que se vino en llamar la primavera árabe: los entonces alabados militares hoy reprimen brutalmente demostraciones de descontento mientras no se vislumbra el futuro en libertad y prosperidad que los movimientos populares reclamaban y el ejercito bloquea con mano de hierro .
Pero sería inexacto situar el análisis de lo sucedido en la perspectiva exclusivamente política de una frustrada primavera. Lo que ahora ha ocurrido con los muertos coptos, que se vienen a sumar a una historia ya antigua de discriminación y rechazo, tiene desgraciadamente que ver con la secuencia de persecución que la minoría cristiana, en otros tiempos numerosa y floreciente, viene sufriendo a manos de la mayoría musulmana, cuyos rasgos de intolerancia y cerrazón son cada vez más visibles. Y si bien se recuerda, ello trae a la memoria otras persecuciones que acabaron en más o menos veladas expulsiones : los judíos en Irak y en el mismo Egipto, las dificultades de las comunidades cristianas en Irak y en Siria, la huida masiva de judíos y cristianos de Libia, por citar solo algunos de los casos más recientes y llamativos. El recuerdo lejano de las cruzadas cristianas contra el infiel, de los progroms antijudíos de la Europa medieval o de su expulsión de España en 1492 tiene también su lugar en un relato que, en el siglo XXI, debería haber sido plenamente sustituido por el respeto a la libertad religiosa en el seno de comunidades plurales guiadas por el principio de la concordia civil. Claramente los coptos en Egipto no tienen garantizada su libertad de creencia y culto y, si alguien no lo remedia, pronto seguirán el amargo camino del exilio de sus hermanos en la fe en otros países del Oriente Medio.
No cabe reducir lo sucedido a una simple narración de enfrentamientos políticos. Está en juego la reclamación de derechos individuales básicos. Y para tomar cabal conciencia de su alcance merecería la pena situar los terribles incidentes en el ángulo opuesto, como si de un espejo se tratara. ¿Qué ocurriría si la quemada no fuera una iglesia copta en Asuán sino una mezquita en Mataró? ¿Cuáles serían las reacciones nacionales e internacionales si como consecuencia del acto criminal una manifestación consiguiente de encolerizados musulmanes utilizara la Plaza de Cataluña en Barcelona para airear su descontento y fueran reprimidos por fuerzas militares que en la refriega les causaran treinta muertos? ¿Cuáles no serian las muestras de condena de todos los organismos nacionales o internacionales imaginables, desde las Naciones Unidas hasta el Ayuntamiento de San Cugat del Vallés, pasando por la Union Europea, el Consejo de Europa e incluso la Alianza de Civilizaciones?
No es esta una reflexión reduccionista o patriotera sino una demanda urgente para que las estructuras sociales y políticas de la comunidad internacional ofrezcan pleno respeto a la libertad religiosa y a sus consecuencias. No se comprendería de otra manera el pleno ejercicio de los derechos humanos y de las libertades fundamentales. Es un elemento necesario del ámbito global de libertad al que toda la humanidad aspira. Las libertades de los coptos en Egipto son tan valiosas como las de los creyentes musulmanes en Fuenlabrada y la libertad de todos depende de que aquí y allí y en todas partes sea por igual respetada. ¿Sería mucho desear que así lo manifestara el Parlamento Europeo, y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, y el órgano rector de la Alianza de Civilizaciones, y todos los gobiernos occidentales, empezando por el de España? Para que nadie diga que unos tienen más derechos que otros.
Javier Rupérez, EL IMPARCIAL, 13/10/11