Iglesias, Rivera y la democracia del líder

EL MUNDO 27/12/16
LUCÍA MÉNDEZ

· Llegaron primero a los medios y, a través de ellos, al electorado. En su nacimiento y su hiperliderazgo asentado hay que encontrar el origen de las dificultades que están teniendo ambos para asentar sus formaciones políticas

Aunque la crisis económica ha acelerado la crisis de las democracias representativas, los síntomas de la nueva realidad política española ya estaban latentes a finales de los años 80 del pasado siglo, como recogió en su obra el politólogo Peter Mair. Gobernando el vacío, la banalización de la democracia occidental es un libro póstumo que resume su legado. «La era de la democracia de partidos ha pasado. Los partidos se vuelven cada vez más débiles. Los ciudadanos de a pie empiezan a alejarse de las formas convencionales de participación democrática. Los electorados se están desestructurando progresivamente, lo que deja a los medios de comunicación más espacio para fijar las agendas. Lo que vemos es una forma de comportamiento electoral que cada vez es más contingente y un tipo de votante cuyas opciones parecen cada vez más accidentales o, incluso, fortuitas. Es menos probable que los líderes políticos sean reclutados a través de los partidos. La elección del líder cada vez está menos determinada por la amplitud del apoyo en el seno del partido y más por su capacidad de llegar a los medios y, a través de ellos, al electorado».

Es la descripción perfecta de lo sucedido en España en los últimos procesos electorales. Hace un año, en las elecciones del 20-D, dos partidos nacidos meses antes tuvieron el respaldo de 8.700.000 votantes. 69 escaños en el Congreso obtuvo Podemos y 40 Ciudadanos. La irrupción de estas dos fuerzas políticas fue accidental y fortuita. Y su éxito electoral producto, en buena medida, de la capacidad de sus dos líderes, Pablo Iglesias y Albert Rivera, de llegar a los medios y, a través de ellos, al electorado. Puede decirse que ambos políticos recorrieron el camino contrario al que es habitual en una democracia. Normalmente, los líderes son captados por los partidos y presentados a la ciudadanía en la competición electoral. En el caso de Pablo Iglesias y Albert Rivera, fueron los españoles en las urnas quienes los eligieron para convertirse en líderes políticos con fuerte respaldo parlamentario. Iglesias era un profesor y activista que se hizo célebre en las tertulias televisivas. Rivera era un político catalán con una exigua representación en el Parlamento de esa comunidad autónoma. El grito de «¡no nos representan!» los hizo nacer como líderes nacionales elegidos por millones de ciudadanos que buscaban ser representados por ellos. Ambos fueron reclutados por el electorado, lo que les obligó, de forma ineludible –puesto que las democracias son sistemas de partidos– a crear sus formaciones políticas casi de la nada.

En este nacimiento tan heterodoxo en un sistema político muy consolidado durante cuatro décadas, es donde hay que encontrar el origen de las dificultades que están teniendo ambos líderes para poner en marcha organizaciones de cierta complejidad estructural desde la base de unos liderazgos muy personales, con fuerte tirón mediático y mucha presencia en las redes sociales.

El exitoso pensador italiano Raffaele Simone describe en su último libro, El hada democrática, este tipo de liderazgos. «El carisma del que hablaba Weber ha cambiado hoy de eje, constituido como está por la capacidad de dar bien en el vídeo. Con la aparición de los foros sociales, los políticos no renuncian a lucirse produciendo continuos mensajes, concisos y veloces, en los que imitan al mundo de los adolescentes, que a menudo es también la condición a la que están reducidos los adultos. Todo el partido está representado, material y simbólicamente, por una persona».

Pablo Iglesias y Albert Rivera han optado por liderazgos fuertes –hiperliderazgos en lenguaje más actual–, seguramente porque la historia les ha enseñado que los partidos políticos españoles siempre han ido de la mano de hiperlíderes. Ahí están Adolfo Suárez, Felipe González, José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero para demostrar que sin un líder potente, férreo, sólido y enérgico, los partidos no tienen nada que hacer. En España ha habido suarismo, felipismo, aznarismo, zapaterismo y ahora marianismo. Razón por la cual los nuevos y jóvenes líderes no tienen otro espejo en el que mirarse. Pablismo y riverismo ya forman parte de la jerga política de sus partidos.

Hasta que finalizó el ciclo electoral con la repetición de las generales y estuvo pendiente la formación de Gobierno, ambos líderes dedicaron el cien por cien de su actividad, y la de sus incipientes formaciones políticas, exclusivamente al éxito electoral. Por tanto, la elaboración de sus programas y sus estrategias iban exclusivamente encaminadas a la competición. Eran lo que Errejón –teórico además de político en activo– llama «maquinarias de guerra electoral». Podemos ha sido lo más parecido a lo que la Ciencia Política denominó hace décadas como partido «atrapalotodo».

Una vez recuperada la normalidad institucional, con el Gobierno en marcha y un acuerdo PP-PSOE más concreto y avanzado de lo que parecía, Iglesias y Rivera se han puesto a la tarea de organizar a sus ejércitos. Y están topando con algunas –muchas– dificultades.

El líder de Podemos encara Vistalegre 2 sabiendo ya –tras la última y ajustada votación interna– que una parte sustancial de sus inscritos recela de su hiperliderazgo. Los cuadros de Podemos vinculados a Íñigo Errejón consideran que Iglesias quiere imponer su voluntad por las bravas y algunos de ellos ya han sido víctimas –por ejemplo en Madrid– de cómo se las gastan los llamados pablistas. Las etiquetas de pablistas y errejonistas han sido inmediatamente asumidas con entusiasmo por los medios de comunicación –lógicamente a la búsqueda de la división interna allí donde la haya–, pero proceden de sus entornos. Seguramente el secretario general de Podemos minusvaloró el hecho cierto de que Íñigo Errejón es considerado por muchos inscritos como una referencia política importante.

Albert Rivera no tiene un número dos tan potente como Errejón, pero Inés Arrimadas, la portavoz en el Parlamento catalán, es una mujer con credibilidad y buena imagen, que también puede llegar a oscurecer el brillo del indiscutible número uno. En el último Consejo General de Ciudadanos, el cambio de ideario propuesto por el líder –que pasa por el abandono de las señas socialdemócratas de sus inicios en Cataluña– salió adelante con sólo tres votos de diferencia. Además, la dirección de Ciudadanos quiere endurecer la disciplina interna prohibiendo las corrientes críticas. Algunas voces como la de Carolina Punset ya se han alzado contra la actuación del líder.

Las dificultades y los conflictos para organizar a sus partidos –especialmente ruidosos y novelescos en el caso de Podemos– resultan llamativos si tenemos en cuenta que su historia es la historia de un éxito. Nunca antes dos partidos entraron en el Parlamento español con dos grupos parlamentarios tan potentes. En este sentido, resulta apreciable una cierta ansiedad juvenil en ambos líderes. Las peripecias políticas del último año en España tal vez les hicieron creer que podían llegar al Gobierno a la primera.

Las crisis internas en partidos nuevos, por otro lado, permiten concluir que tanto Podemos como Ciudadanos han envejecido con inusitada rapidez, replicando los vicios del vetusto bipartidismo. En definitiva, lo que los ciudadanos pueden apreciar es que quienes prometieron una nueva forma de hacer política en realidad practican la política de toda la vida. También en la tendencia al hiperliderazgo. A pesar de que ambos partidos se rigen por el sistema de primarias para elegir a sus dirigentes. La consecuencia inevitable es una cierta pérdida de la ilusión y el entusiasmo que, en electorados distintos, despertaron tanto Podemos como Ciudadanos.

En un tiempo donde abundan las definiciones post ha cobrado fortuna el término «postdemocracia» para identificar la crisis de la democracia representativa. El sociólogo británico Colin Crouch ha publicado un libro con ese título en el que habla del creciente fenómeno de la personalización de la política. «La promoción de las supuestas cualidades del líder y las imágenes de él o de ella adoptando poses apropiadas están sustituyendo cada vez más el debate sobre las cuestiones políticas y los conflictos de intereses. Eso permite a líderes carismáticos con un conjunto vago de propuestas políticas dirigirse a un público que ha perdido su identidad política».

En el citado ensayo sobre la decepción de los ciudadanos con la democracia, a la que se atribuye la virtud de cuidar a los ciudadanos y otras que quizá no pueda cumplir, Raffaele Simone aporta en descargo de los políticos que decepcionan unas palabras de Rousseau que quizá vengan al caso sobre la desilusión con los nuevos líderes políticos españoles. Dijo el pensador francés que haría falta una virtud inalcanzable para que los políticos pudieran adecuarse a las expectativas que los ciudadanos ponen en ellos. «Haría falta una inteligencia superior, que viese todas las pasiones de los hombres sin experimentar ninguna, que no tuviese relación alguna con nuestra naturaleza y que la conociese a fondo, cuya felicidad fuera independiente de nosotros y que no obstante quisiera ocuparse de la nuestra. Harían falta dioses para dar leyes a los hombres».