- El autor recuerda que el independentismo catalán y la pérdida de Gibraltar están entrelazados y condenaron a España a la irrelevancia histórica.
Las elecciones autonómicas del 14 de febrero en Cataluña pueden cambiar la actual situación del independentismo, que fue unido el 21 de diciembre de 2017 y que ahora está roto y con una parte, la de ERC, dispuesta a pactar con los socialistas del PSC. Puede que sean Pere Aragonès y Salvador Illa los que se sienten a hablar de la presidencia.
No va a ser fácil. Con los resultados de hace tres años, llegar a los 68 escaños que dan la mayoría absoluta es todo un reto para cualquiera de los candidatos. Veremos un tripartito y una larga negociación.
Justo en el otro extremo, y tras la firma in extremis del brexit pactado entre la Unión Europea y Reino Unido, está Gibraltar, otro de los problemas eternos de nuestra España. Es una diagonal que persigue a todos los gobiernos españoles desde hace 300 años y a la Jefatura del Estado, sea esta monárquica o electiva.
Recordar cómo empezó todo puede ayudar a entender el cruce de destinos entre los tres «protagonistas»: el independentismo catalán, la posición de Reino Unido y la Corona española. Es historia, tan actual que asusta.
La pelea por el trono de España, hace 300 años, cambió y unió los destinos de Cataluña y Gibraltar. La llegada de la dinastía Borbón a España y el triunfo de Felipe V sobre el archiduque Carlos hizo que el futuro de Cataluña y Gibraltar se cruzara y que ambos se convirtieran en dos de los tradicionales problemas del Estado, fuera cual fuera el régimen o el color del partido gobernante.
Hoy, en Gibraltar, el gobierno conservador de Boris Johnson sigue haciendo lo mismo que hicieron sus predecesores. La reina Isabel II mantiene la misma política que inició la reina Ana, bajo cuyo reinado el Peñón se «cedió» junto a Menorca para terminar con los conflictos que llevaban decenios asolando Europa en el contexto de las guerras que mantenían las potencias de la época. Potencias entre las que ya no estaba España, convertida en pieza de intercambio entre las casas reinantes.
El testamento de Carlos II, conocido como el Hechizado por sus evidentes carencias físicas y mentales, otorgó la corona de España a uno de los nietos del rey francés Luis XIV, que veía una oportunidad de oro para ampliar y consolidar su poder en Europa y en América gracias a las intrigas de la Corte de Madrid y a los más que buenos oficios del embajador galo.
Algunos historiadores sostienen, incluso, que ese testamento es falso o que el rey no estaba física y psíquicamente en condiciones de dictarlo y firmarlo si se tiene en cuenta el informe médico de su muerte.
Sea como fuere, desde el Imperio Austrohúngaro se rechazó al duque de Anjou como Felipe V de España y se jugó la baza del archiduque Carlos. Un Carlos III que sería reconocido como rey en una buena parte del territorio español y de manera especial en Cataluña al haber aceptado este lo que Felipe V había traicionado: el mantenimiento de la Constitución y la singularidad del antiguo reino de Aragón, algo que el primer Borbón ya se había encargado de anular en Valencia.
Miles de soldados entraron en España para defender las dos opciones: enviados por Luis XIV para ayudar a su nieto, y por la reina Ana para apoyar las pretensiones austriacas y, sobre todo, para impedir la expansión francesa.
Todos los implicados jugaban sus cartas pensando en sus intereses, ya fueran estos personales o territoriales. La víctima era España, olvidada como nación, como reino y como futuro.
La considerada como primera guerra «mundial» del continente europeo se jugó en España casi de la misma manera que ocurriría tres siglos más tarde con Alemania y Gran Bretaña, y sus respectivos aliados, respecto a nuestra propia Guerra Civil.
Felipe V sólo tenía un trono a defender mientras que su rival, Carlos, se encontró con la carambola de la muerte de su hermano y tuvo la corona de emperador a su alcance. Dejó a su esposa en Barcelona para forzar nuevas y más lucrativas negociaciones, que es lo mismo que hicieron los británicos con las tropas que tenían concentradas en Cataluña.
A Luis XIV le interesó poner fin a la guerra, pactó el reparto de los territorios con sus adversarios y, en el verano de 1713, en la ciudad holandesa de Utrech, se dio el primer paso para que un año más tarde, en la localidad alemana de Rastatt, se cerrara el conflicto que les había enfrentado.
El nuevo rey de España pagó con Gibraltar, Menorca y el comercio con América la retirada de las tropas británicas de Cataluña.
Abandonados a su suerte, los barceloneses aguantaron durante un año el asedio de las tropas realistas mandadas por el mariscal Popoli, hasta que el soberano francés cambió de jefe militar y envió al duque de Berwick, Jacobo Fitz-James Stuart, descendiente bastardo del rey Jacobo Estuardo y antepasado de la actual duquesa de Alba.
En dos meses, el duque de Berwick consiguió que el abogado, conseller en cap y líder de la resistencia, Rafael Casanova, pactara las condiciones de la rendición de la ciudad.
El 11 de septiembre de 1714, Felipe V pudo decir a su abuelo que ya controlaba y reinaba en toda España, y que la dinastía Borbón iniciaba una nueva era más absolutista, menos democrática y más centralista.
La dinastía de los Habsburgo desaparecía del escenario patrio. Rafael Casanova volvió a su condición de abogado, profesión que ejerció durante 30 años más. Cataluña, Aragón y Valencia perdieron sus privilegios y su singularidad. Gibraltar se quedó «para siempre» en manos británicas y España dejó de contar en el panorama mundial.
Los días de gloria habían terminado.
*** Raúl Heras es periodista.