Agustín Valladolid-Vozpópuli

  • La pandemia ha operado como coartada para suspender compromisos, controlar instituciones y mermar libertades. Y el exministro de Sanidad ha sido cooperador necesario de esa deriva arbitraria

Qué quieren que les diga, a mí, a la vista del pifostio que deja tras de sí, me preocupa bastante poco, por inocuo, el relevo de Salvador Illa en pleno pico de la pandemia. Por resumir mi opinión en pocas palabras: Illa ha sido un buen portavoz, un mal ministro (no en todos los aspectos que visten el cargo, cierto), un excelente bienmandao y puede ser un notable candidato. En clave PSC, probablemente el mejor de los posibles. No estoy por tanto de acuerdo con esa opinión bastante compartida que moteja como irresponsable el relevo de Illa en mitad de un formidable repunte de la pandemia. Sí creo en cambio que, en términos de gestión, la insensatez ha sido no provocar mucho antes el cese del cabal y al tiempo ineficaz ministro de Sanidad.

No, no es el cese de Illa en un momento crítico la mayor irresponsabilidad que el “caso Illa” deja al descubierto. Por encima del factor inoportunidad, lo que vuelve a evidenciar este episodio es el nulo respeto que este Gobierno concede a las formas; y al fondo. La displicencia con la que traiciona elementos básicos de la práctica democrática al preponer el interés partidario al general. Insisto, en mi opinión, el relevo de Illa es inofensivo a efectos prácticos, pero vejatorio si lo analizamos con los baremos que miden el respeto que les merecen a los gobernantes sus gobernados. La táctica partidista vuelve a ganar la partida. La mentira se adueña del relato. Desde el primer día (Illa: “Iceta será el candidato”), hasta el último (Sánchez: “Salvador, entiendo perfectamente tu decisión”). Y hay quien encima se permite reírle la ocurrencia al presidente.

Lo que no tiene fácil explicación es la activa complicidad de Illa en la calendarización partidista de la pandemia; en la construcción de una realidad paralela para rentabilizar políticamente la desgracia

Yo espero que a Salvador Illa le vaya bien en Cataluña. Lo digo completamente en serio. Pero tal deseo no compensa en modo alguno la decepción provocada por un comportamiento que no se compadece con esa calculada imagen de gestor paciente, de filósofo benefactor. Entiendo perfectamente la elección del buen vallesano como la mejor para rescatar a una parte de toda la mala conciencia acumulada en Cataluña en estos años; así como al votante indeciso dispuesto a respaldar a quien le ofrezca un mínimo horizonte de serenidad. Pero hasta ahí. Lo que ya no se explica tan fácilmente es la activa complicidad de Illa en la calendarización partidista de la pandemia; en la construcción de una realidad paralela que oculta la verdad para rentabilizar políticamente la desgracia.

¿Qué fue de la regeneración?

Además de suponer un tremendo drama colectivo, la covid-19 ha desfigurado el normal discurrir de la política hasta hacerla en algunos momentos casi irreconocible. Pero lo que no era previsible es que se utilizara como coartada para llevar a cabo un proceso de férreo control del poder y de merma, no siempre justificada, de libertades. Menos aun tratándose de un Gobierno que se dice progresista. La pandemia también ha servido para justificar el aplazamiento de reformas que cuando se trataba de pedir el voto a los ciudadanos se presentaban como inaplazables, y no sólo las económicas o sociales. Transcurrido un año largo desde las elecciones de 2019, es como poco irritante releer algunas de las promesas hechas por los actuales gobernantes.

¿Qué fue de la reforma de la ley electoral “para atender el principio de un hombre un voto” (punto 126 del programa de Unidas Podemos), de la democratización de los partidos (134) y de la eliminación de los privilegios de los cargos electos (125)? ¿Y de esto?: “Reformar el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) para reforzar su independencia” (157). O de esto otro, recogido en el programa del PSOE: “Mejora de la calidad democrática, anticorrupción y transparencia”; “Promoveremos acuerdos parlamentarios que permitan la elección y renovación de los órganos constitucionales y organismos independientes, como en el caso del CGPJ, el Defensor del Pueblo, la Presidencia del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno y el Consejo de Administración de RTVE (punto 2.3.1, PSOE); Justicia independiente a través de un Pacto de Estado (2.3.7).

Hay muchos españoles que por evidentes razones han depositado muchas esperanzas en que un mal ministro de Sanidad acabe convirtiéndose en un buen presidente de la Generalitat

Bla, bla, bla… En estos meses, la realidad se ha asentado sólidamente en las antípodas de lo comprometido. De hecho, el fortalecimiento de la independencia del órgano de gobierno de los jueces, del Consejo de Transparencia o de la televisión pública, por citar solo tres ejemplos, está hoy mucho más lejos de hacerse realidad que el 19 de noviembre de 2019. Personas de la máxima confianza política al frente de Transparencia o de la CNMC; la Fiscalía General del Estado más alineada con el Gobierno de la historia; el disparate de aceptar que la condición para alcanzar un pacto de renovación del Poder Judicial con la oposición pase por asumir con naturalidad que un representante del independentismo tenga un asiento en el CGPJ; la expulsión o la condena al ostracismo del discrepante como nueva expresión de la democracia (a la búlgara) que practica Pablo Iglesias.

No queda en pie ni una sola señal que apunte a que a la proclamada vocación regeneradora le quede algún hálito de vida. La pandemia ha operado como coartada para suspender compromisos, controlar instituciones y mermar libertades. Y Salvador Illa ha sido cooperador necesario de esa deriva arbitraria. Se diría que imprescindible. Sin embargo, gracias a la coraza de magnanimidad y abnegación con la que se protegió, a ese carácter flexible y condescendiente, y a una dilatada y exitosa operación de imagen, el ya exministro se presenta como el político más capacitado para rescatar del fango la convivencia en Cataluña y devolver la fe a los no independentistas. Y lo curioso, la suerte que tiene don Salvador, es que hay muchos españoles que, por distintas razones, unas evidentes y otras no del todo visibles, han depositado muchas esperanzas en que esa expectativa acabe cumpliéndose y un mal ministro de Sanidad acabe convirtiéndose en un buen presidente de la Generalitat.

C’est la politique, madame.