Manuel Toscano-ABC
- «Con estos mimbres, la política lingüística se convierte en palanca al servicio de la construcción nacional, una forma de ingeniería social que, en lugar de atender a las circunstancias sociolingüísticas, trata de recrear otras para que encajen en el molde nacionalista»
El acuerdo alcanzado por los socialistas catalanes con ERC para investir a Salvador Illa como presidente de la Generalitat ha hecho correr ríos de tinta. Sin embargo, la mayor parte de los análisis se han centrado en un aspecto del pacto, como es la concesión a Cataluña de un régimen de financiación singular que avance hacia la soberanía fiscal, similar al que disfrutan los territorios forales de Navarra y País Vasco.
Con ser de indudable trascendencia, pues nos afecta a todos, hay otros puntos del acuerdo a los que conviene prestar atención. Al fin y al cabo, el modelo singular de financiación no es más que uno de los cuatro ejes de un pacto de investidura cuyo propósito declarado es que Cataluña gane en soberanía. Por si el propósito no fuera suficientemente explícito, basta echar un vistazo a los otros tres «compromisos esenciales» para hacerse una idea del tenor del acuerdo: el primero de los cuales asume completamente el marco de interpretación de los secesionistas, pues habla del sempiterno «conflicto político» al que habría que dar solución en una negociación con el Estado, mientras el segundo plantea «reforzar los pilares del reconocimiento nacional de Cataluña», de forma destacada el modelo de la inmersión en la escuela catalana, el fomento del catalán y la acción exterior de la Generalitat. Visto lo cual, el último punto se antoja casi redundante, puesto que los socialistas se comprometen a dar continuidad a las políticas públicas desarrolladas por el gobierno de Pere Aragonès. Illa ha sido investido, pero con un programa de gobierno cuyas prioridades vienen marcadas por sus socios independentistas.
Los primeros gestos del flamante presidente no han hecho sino corroborarlo, pese a que en el acto de toma de posesión Illa declaró su intención de gobernar para todos, atendiendo a la diversidad de la sociedad catalana. Sin embargo, en el mismo acto se prescindió ostensiblemente de la bandera española, como sería de rigor en actos oficiales, y todo se desarrolló exclusivamente en catalán, según denunciaron las asociaciones constitucionalistas. Allí mismo anunció Illa una de sus medidas estrella: la creación de un Departamento de Política Lingüística en el nuevo gobierno, elevando al rango de consejería lo que hasta ahora había sido una dirección general, y a cuyo frente estará un conseller que se define como independentista. Por ese lado, está garantizando algo más que la mera continuidad.
No menos significativas fueron las palabras con las que Illa justificó la nueva consejería, cuya creación subraya «la importancia de la defensa de la lengua catalana como columna vertebral de Cataluña» A lo que añadió para remachar la idea: «esta defensa no es un ataque contra nadie, es una defensa de la columna vertebral de la nación catalana». La declaración del líder del PSC refleja perfectamente lo que ha sido el postulado fundamental del nacionalismo catalán a lo largo de su historia, con palabras que son casi calcadas: el catalán es el ‘pal de paller’ de la nación, según expresión que hizo célebre Jordi Pujol.
No es nada original del catalanismo, pues se trata del postulado axial de todo nacionalista lingüístico. Para este, la lengua es ante todo seña de identidad colectiva, un potente marcador identitario que señala la existencia de un pueblo distinto con una cultura propia, cuyo eje vertebrador sería el idioma. Por eso la lengua es central en el proyecto nacionalista, pues vendría a probar la existencia de una nación separada, a partir de lo cual el nacionalista extraería sus consecuencias políticas, como el supuesto derecho al autogobierno o a la autodeterminación inherente a toda nación, a ser posible bajo la forma de un Estado propio. Sin idioma propio no habría nación y se viene abajo todo el andamiaje nacionalista.
Si alguien habla como un nacionalista, lo más probable es que sea un nacionalista y actúe como tal. Lo de menos en este caso son las convicciones de Illa. Ya advirtió Tocqueville que los políticos rara vez son cínicamente insinceros, pero sí desarrollan la ductilidad necesaria para alinear sus creencias con lo que les conviene en cada momento. El verdadero problema reside en cómo conciliar el postulado nacionalista con el respeto que se proclama por la diversidad de la sociedad catalana, que no es sólo ideológica, sino también lingüística. Porque Cataluña (por si hace falta recordarlo) es una sociedad con dos lenguas oficiales, de amplio uso y larga implantación en aquella comunidad; es más, según datos de la propia Generalitat, el español es el idioma familiar de la mayoría de los ciudadanos catalanes, a pesar de lo cual no se la tiene por lengua propia ni columna de nada.
Que se reserve esa condición en exclusiva para el catalán lo dice todo del marco ideológico en que se mueve el nacionalista, que contempla el idioma como el atributo esencial o el alma de la nación, al margen de lo que hablen realmente los ciudadanos. Pero si la existencia misma de la nación o la identidad nacional dependen de la lengua, ésta se transforma en cosa sagrada, poco menos que tabú; de ahí las reacciones virulentas ante todo lo que pueda afectar a la lengua, incluso un modesto incremento de las horas de enseñanza en la otra lengua oficial, porque será percibido como una amenaza existencial que pone en jaque a la nación. Al erigir la lengua en tótem y tabú, se hace difícil, si no imposible, la discusión razonable y la búsqueda de compromisos, necesarios en una sociedad plural.
Pero hay algo más, no en vano el añorado Juan Ramón Lodares llegó a hablar de «integrismo lingüístico». Si uno mira la lengua como el alma de la nación, como hace el nacionalista, eso explica el recelo o la abierta hostilidad que siente hacia el bilingüismo social de comunidades como la catalana. ¡Una nación no podría tener dos almas, so pena de perderse o dividirse! Lo verá entonces como una situación anómala, donde lo normal no se mide por lo que la gente habla en la calle, sino por la atribución esencialista que hace de la lengua la columna de la nación. El nacionalista, por tanto, deberá remediarlo recurriendo a la política lingüística a fin de corregir los usos lingüísticos imperantes y asegurar el predominio social e institucional de la lengua nacional. Como tiende a ver el contacto entre lenguas como una situación de puro conflicto, eso pasa por emplear medidas coercitivas, más o menos severas, para relegar a la otra lengua, socialmente pujante, a una posición subalterna.
Con tales mimbres es ilusorio esperar una política lingüística razonable, que aspire a regular de forma justa y eficiente los derechos lingüísticos de los ciudadanos en una sociedad plural. Por el contrario, la política lingüística se convierte en palanca al servicio de la construcción nacional, una forma de ingeniería social que, en lugar de atender a las circunstancias sociolingüísticas, trata de recrear otras para que encajen en el molde nacionalista. Por eso, declaraciones como la de Illa no tienen nada de inocentes ni de triviales. Son fiel reflejo de la ideología nacionalista y hacen temer que el nuevo Gobierno mantenga unas políticas equivocadas e injustas, contrarias al pluralismo de la sociedad catalana y a los derechos de los castellanopanoparlantes.