Kepa Aulestia-El Correo
La votación de las cuatro secretarías de la Mesa del Congreso el martes pasado, que concedió dos de ellas a Unidas Podemos, una al PSOE y otra al PP, requirió el mismo despliegue de esfuerzos unitarios entre los grupos de izquierda y los nacionalistas que cuando sacaron adelante la moción de censura contra Mariano Rajoy en junio de 2018. La consigna de enganche fue impedir que Vox se hiciese con uno de esos puestos. La imagen proyectada, la de un centro-derecha dividido y por ello empequeñecido respecto a su peso parlamentario. El trámite de constitución del órgano de gobierno de la Cámara baja se convirtió, de pronto, en la señal que permitía a Pedro Sánchez imprimir un ritmo más vivo a las negociaciones con ERC para su investidura. El cruce de reproches entre el PP y Vox, y los oficios de mediación que Inés Arrimadas ensayó hacia los socialistas, contribuían a rebajar la presión ambiental ante la arriesgada operación de buscar la abstención del independentismo republicano.
El entendimiento sin fisuras entre Sánchez e Iglesias adquirió significado en la votación del martes como una apuesta sólida, que el resto de los grupos de aquella moción de censura no pueden desdeñar. En otro plano, la doble coincidencia entre PNV, PSE y Elkarrekin Podemos en Euskadi, sobre los Presupuestos para 2020 y sobre las bases para un nuevo Estatuto de Autonomía, asoma como una fórmula de gobernabilidad que sintoniza con los propósitos de Sánchez. Pero el fogonazo de la Mesa del Congreso genera también ilusiones ópticas que podrían no corresponder a una realidad duradera. A los socialistas les será complicado convencer a ERC de que ‘lo mejor es enemigo de lo bueno’, cuando sus dirigentes se ven obligados a referirse intermitentemente a la amnistía y a la autodeterminación prometidas a las bases independentistas.
La política no es un recurso infinito, ni unas negociaciones pueden desarrollarse sin límites hasta obrar milagros. La eventualidad de que Sánchez se adentre en la singularidad catalana para hallar enunciados y formulaciones que sirvan de salida o atenúen el ‘conflicto’ le plantearía dos problemas inmediatos. En primer lugar, que tendría que encontrarles sitio normativo en forma de un nuevo Estatut; y que inmediatamente después de conocerse tal propósito, se vería obligado a una negociación análoga con el nacionalismo vasco, que reescribiría su propuesta de autogobierno en clave soberanista. A no ser que las intenciones socialistas se limiten a tratar de salvar la investidura, para a continuación tratar de salvar los Presupuestos, y así sucesivamente. De lo que ERC está tan sobre aviso que difícilmente renunciaría al ‘no’.